Crítica 4 estrellas de 5
Por Max Rivera II
El Siglo de Torreón
TORREÓN, COAH.- Antes de comentar El Jardinero Fiel, déjeme compartirle un término que usan los mercadólogos: la parálisis de anaquel. Se refiere a esa indecisión ridícula que nos ataca al enfrentarnos a un número exagerado de opciones en las tiendas de autoservicio, cuando para escoger una caja de cereal de entre las miles que hay, nuestra mano se queda inmóvil a medio camino, mientras sopesamos desde la diferencia de dos centavos en los precios, hasta el posible efecto de nuestra elección en el devenir cósmico.
Algo similar me ocurrió el viernes pasado, cuando al abrir la cartelera me encontré con al menos cinco cintas dignas de verse. Afortunadamente el factor precio estaba fuera de cuestión, pues la entrada a cualquier cinta cuesta lo mismo (ignoro porqué). Voy a ahorrarle la explicación de cómo funciona mi proceso de selección, que es bastante tonto, y me limitaré a decirle que El Jardinero Fiel le ganó por poco margen a Vuelo Nocturno y a El Cadáver de la Novia.
Bueno. Déjeme agarrar aire, porque luego de estos dos párrafos de frivolidad tenemos que entrar en asuntos muy densos.
El Jardinero Fiel no se anda con podaditas. Es una cinta furiosa, cuya furia tiene razón de ser. Es la historia de una pareja inglesa que se casa al poco tiempo de conocerse. Ambos vienen de familias acomodadas. Él es un diplomático, hijo de diplomáticos. Ella, que está embarazada, es activista social, con mucho tiempo libre para dedicar a la causa que se le ponga enfrente. Ambos viajan a Kenia, en África, donde a él le espera un tranquilo trabajo de escritorio.
Él, Ralph Fiennes, tiene como afición la jardinería, y requiere echar mano de mucha flema inglesa para no lucir afeminado. Ella, Rachel Weisz, encuentra rápidamente motivos de indignación en la apabullante pobreza de los kenianos, y se lanza a hacer campaña de medicina gratuita, con la vehemencia que sólo se encuentra en los burgueses renegados.
Y como la historia nos enseña, los burgueses son los revolucionarios más peligrosos. Ella empieza a sospechar que las medicinas que regala una compañía farmacéutica causan más daño que bien, y que están usando a los enfermos pobres como conejillos de indias. Ella, por supuesto, tiene razón.
La pareja pierde al bebé. Ella se vuelca completamente a su investigación y comienza a hacer denuncias. Él se retrae a sus plantitas. A ella la matan.
Inicia entonces el largo viaje del jardinero para comprobar que las sospechas de su esposa eran ciertas. Su camino tiene como fondo la horrible miseria material del África olvidada y la alarmante miseria humana de los mercaderes de la salud. La cinta es también un romance narrado con finura, en la que el amor apacible del matrimonio maduro llega suavemente, mucho después de que uno de los esposos se ha ido.
El brasileño Fernando Meirelles, también director de la truculenta Ciudad de Dios, nos obliga a mirar entre las devastadas barriadas kenianas, tan parecidas a sus favelas cariocas, a los niños, las víctimas más propicias de la pobreza. El régimen militarizado africano mantiene los pequeños en un estado constante de alarma e indefensión, muy diferente al de los avispados (y maleados) brasileñitos de su anterior película.
Meirelles sabe apelar a la natural paranoia de nuestro corazón tercermundista. La desconfianza en las corporaciones trasnacionales suele estar bien fundamentada, porque aunque sus decisiones se basen en el pragmatismo amoral de las leyes del mercado, se mueven en terrenos tan sensibles, que su amoralidad es villanía.
Me parecen sospechosos y excesivos los costos de investigación que manejan las compañías farmacéuticas para justificar los altos precios de las medicinas. En las listas de los hombres más ricos del mundo con seguridad hallaremos a sus dueños y ejecutivos, no a sus científicos e investigadores. Buena parte de sus costos se debe a la competencia entre ellas. Estos gastos disminuirían radicalmente si en vez de luchar, cooperaran.
Recordemos que no hablamos de productos que mejoran el estatus, sino que salvan vidas. Es importante hacer notar a las farmacéuticas que la mayoría de sus productos son derivativos de descubrimientos anteriores, que cada descubridor está parado sobre los hombros de otro más, y que la cantera que explotan para obtener su riqueza son los siglos acumulados del conocimiento humano. Y esa cantera es de todos.
Vuelvo al pasillo del súper, donde mi parálisis de anaquel se agrava al recordar la imagen de los niños africanos. Trato de evadirla, pensando que es un problema demasiado grande, que no puedo hacer casi nada para ayudarlos. Es más. Quizá ya es suficiente ayuda el escribir estas líneas, que invitarán a otros a ver la cinta y tomar conciencia del problema. Voy por fin a tomar mi cereal cuando aparecen de nuevo los ojos de un niño de Kenia. Me dicen que no es suficiente.