“Cínico: canalla cuya visión
defectuosa le hace ver las cosas como son, no como debieran ser”.
Ambrose Bierce
Toda contienda electoral supone un dilema personal. Sabemos que llegará ese momento de soledad en el cual, sin dar explicaciones a nadie, en conciencia, habremos de decidir. En ocasiones podemos inclinarnos por una persona que nos simpatiza. Es una decisión emocional. Buena o mala, la subjetividad gana. En otras se opta por las posturas estrictamente políticas que fulano o sutano ha sostenido, no nos simpatiza, pero estamos de acuerdo. Es un acto racional. Todavía hay quien vota ciegamente por un partido. Ahí el dilema es menor, se trata de un acto de ratificación de la lealtad. Hay también quien vota por mera conveniencia: creen que así conservarán el puesto o que obtendrán algún beneficio. En teoría deberíamos de escoger entre ventajas, eso es lo que los candidatos nos han tratado de vender. Hoy en México el dilema es otro: escoger entre inconvenientes.
Para muchos mexicanos la elección de 2006 se ha convertido en un dilema ético, que está más allá de la política. La disyuntiva ya no es entre derecha e izquierda, entre continuidad y cambio, entre conservadurismo y apertura. Pareciera que tendremos que escoger entre áreas de oscuridad, entre expedientes personales que siempre conducen a los hediondos sótanos del poder. Allí es cuando algo en la entraña se desgarra. ¿Cuál es el límite? ¿Hasta dónde el pragmatismo es la puerta de entrada al reino del cinismo? ¿Hasta dónde flexibilizar los criterios es complicidad? ¿Qué tanto debemos esforzar la memoria y mantener abiertos todos los expedientes? Y el olvido, ¿es acaso trampa del envilecido o simple linimento para la supervivencia?
La semana pasada fuimos testigos de la grotesca exhibición de riquezas del ex gobernador Montiel y sus familiares. La riqueza por sí misma no debiera ser condenable. Quizá todo el problema se aclare cuando el aspirante a la candidatura priista explique públicamente su fantástica capacidad de ahorro o las destrezas para los negocios de sus jóvenes hijos. Por lo pronto no hay acción jurídica contra nadie, aunque los millonarios depósitos en efectivo merecen explicación aparte. El golpe fue demoledor. No hay cómo dar vuelta a la hoja. Es indigerible. Pero también está el otro lado ¿quién filtró la información? ¿Cómo tener acceso a expedientes bancarios? ¿Hasta dónde el denunciante anónimo es ya un delincuente? La sospecha no debe ser suficiente para hundir a nadie. Para eso están los jueces, para conocer la verdad jurídica. Pero la sospecha no es buen motivo para encumbrar a nadie. ¿Montiel presidente?
De Roberto Madrazo se dice lo peor: que es mentiroso, que engaña y traiciona, que no tiene palabra. En su historia están dos elecciones turbias hasta el extremo. Sin embargo en su contra no se han enderezado cargos por enriquecimiento o malversación. Su oferta es eficacia, no bondad. México no necesita santos sino políticos: “para que las cosas se hagan”. Tomó el PRI atravesado por la espada de la derrota presidencial, dividido, condenado a muerte por muchos. En 2005 es la primera fuerza y ha recuperado terreno. De nuevo, eficacia a cualquier precio: Oaxaca incluida. Más claro ni el agua. El dilema ético es complejo ¿cuáles son los límites del tramposo? Estadistas mentirosos ha habido y hay muchos, Clinton, Chirac, Bush y Blair están en la lista. Su argumento es la defensa del Estado. Aparece el dilema: ¿el Estado justifica las trampas?
López Obrador es un mago que desaparece su propio rastro. Quienes lo conocen afirman meter la mano al fuego por su honestidad cabal. Nada personal brinca en su expediente. ¿Pero, es posible tal lejanía de los múltiples casos de corrupción en el GDF? ¿De verdad no sabía? De ser así, ¿en qué mundo vive y qué garantías hay de que no repita su extraña ceguera en la Presidencia? ¿Cómo explicar su terca resistencia a una Ley de acceso a la información medianamente sensata? ¿Porqué tantas dudas sobre la obra pública? López Obrador ha hecho de la supuesta honestidad su lema. Hoy reclama bajar el sueldo del presidente, deshacerse de la flota presidencial, no viajar tanto, cortar sueldos a ministros y consejeros electorales. Suena muy popular, pero esa actitud severa nada tiene que ver con la laxitud en los manejos de delegados y allegados suyos. Tantas irregularidades sólo fueron posibles con un cobijo. El dilema surge: tolerar por ser él la opción de izquierda. AMLO como justificación personal de todo. Olvido por decreto, por conveniencia ideológica.
Es difícil imputar desviaciones o corruptelas personales a Santiago Creel. Él hace gala de ser hombre de palabra. Sin embargo también es difícil no caer en suspicacias sobre el torpe manejo de las concesiones desde Gobernación en beneficio de su campaña. ¿Es esa mácula motivo suficiente para desacreditarlo o, ante el panorama, debemos, de nuevo, ser flexibles? ¿Cómo creer en su severidad personal e institucional con un despliegue propagandístico que demanda ser explicado? Hizo cosas buenas que parecen malas, dicen sus defensores. ¿Será?
Felipe Calderón pareciera hasta ahora salir bien librado. No se le recuerdan desviaciones o expedientes sucios. La honestidad pudiera convertirse en parte de patrimonio político. Eso siempre y cuando en el trayecto no se ensucie. Lodazales electorales en la mejor tradición priista ya los tuvieron tanto Creel como él en la segunda vuelta interna. Sin embargo muchos se cuestionan su experiencia, lo ven verde y se preguntan si su honestidad personal es suficiente garantía de buena conducción gubernamental. Su partido ya tampoco puede presentarse como adalid de la limpieza. En el fondo aparece la sombra de Vicente Fox. Es un “buen hombre” se lanzaba una y otra vez como justificación de la costosísima ineficacia. Pero de los “Amigos de Fox” a los escándalos que han rodeado a la casa presidencial, hay una larga lista de por lo menos omisiones que hacen ya indefendible la teoría del “buen hombre”.
Puros, lo que se llama “puros” no hay en elenco. ¿Puede el PRI presentar un mejor rostro alternativo? Quizá. ¿Puede AMLO sacudirse a la pandilla? Quizá. ¿Puede Calderón cruzar el pantano sin mancharse. Quizá. Absolutos -pulcritud total- pareciera que no hay. El blanco no está en las opciones. La condena radical a la mentira nos dejaría solos. Aceptarla, ¿en qué grado? Tendremos entonces que decidir entre grises. ¿Qué vamos a privilegiar, la mayor honestidad, la eficacia, el carácter popular, el error menor o el mayor acierto, la experiencia, la habilidad? Parece que ese será nuestro dilema el próximo dos de julio. De allí la rebelión interna. Cierto cinismo merodea.