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Circo y PAN/Sobreaviso

René Delgado

Priistas y panistas están realizando aquella máxima romana de darle circo y pan al pueblo. El circo lo pone el PRI, el PAN el resto. Si hace una semana se hablaba de la crisis de la izquierda mexicana, asomarse al espectáculo que ofrecen el priismo y el panismo no es un alivio. El desempeño de ambas fuerzas pinta de cuerpo entero la crisis por la que atraviesa el régimen de partidos. Con partidos sin cohesión, brújula ni dirección, a punto se está de atestiguar otro “milagro mexicano”: armar una democracia sin partidos.

*** Desde hace décadas el PRI dejó de ser revolucionario, desde hace años perdió su carácter institucional... y por como van las cosas, en cuestión de semanas podría quedar partido, o sea, quebrado. Por lo pronto, el espectáculo en cartelera de esa fuerza política es el de una banda o pandilla tentada por la posibilidad de recuperar viejos dominios, pero atenazada por la desconfianza entre sus miembros. Desconfianza derivada de la práctica de entablar acuerdos de ocasión para, luego, traicionarlos.

Dirigentes y precandidatos sonríen pero nerviosamente, con miedo y con la espalda pegada a la pared, ansiosos por salir corriendo tras lo que ven como un botín seguro pero temerosos que, en un descuido, algún cómplice los apuñale. El colmo del thriller tricolor -no exento de humor y suspense- es que amenaza con terminar en tragedia. Después de la derrota electoral de 2000, el priismo tenía un problema y una oportunidad: desembarazarse de una vez por todas de la subcultura del mando fincado en el Primer Priista del País y darse una forma de autogobierno que garantizara su reconversión. Sin embargo, los priistas abrieron la puerta falsa. Evitaron el problema y perdieron la oportunidad. Más fácil les resultó reconstruir, con los restos del naufragio, un frágil andamiaje de entendimiento basado en alianzas y acuerdos de ocasión y luego, en la traición.

A un lado se hizo el ajuste estructural y el armado de la plataforma que lo reposicionara como una fuerza en vías de recuperación del poder y no como una simple pero contundente fuerza opositora.

Hoy no deja de ser curioso que el presidente del partido, Roberto Madrazo, se entienda mejor con Beatriz Paredes -la adversaria que le disputó la dirección- que con la secretaria general del partido, Elba Esther Gordillo, la compañera de fórmula con que llegó a la presidencia.

Hoy no deja de ser curioso que, aun cuando los estatutos partidarios marcan claramente que la secretaria general reemplaza al presidente en caso de ausencia, los precandidatos adversarios de Roberto Madrazo y éste busquen arreglos extraestatutarios. Hoy no deja de ser curioso que el partido como tal, esto es, como una organización con cuadros y militantes, aparezca como un conjunto de espectadores ajenos pero atentos a la decisión que, en su nombre, tome una “junta de notables” que les regatea su participación.

Hoy no deja de ser curioso que la secretaria general, ausente desde hace meses no sólo de la escena partidista, desde el extranjero protagonice el rol estelar en la comedia tricolor. Nadie la ve en escena, pero todos temen su aparición. Hoy no deja de ser curioso que la principal fuerza opositora vea disminuida su capacidad, por la incapacidad de la élite que la gobierna. Esa colección de curiosidades se resume en un álbum de absurdos que, en un descuido, podría no sólo vulnerar la posibilidad tricolor de recuperar el poder presidencial sino, además, partir -valga la aparente redundancia- al partido.

El primer absurdo deriva del espectáculo que, sin querer, el priismo ofrece al electorado. Sin darse cuenta pero también sin el más mínimo pudor ni recato, la élite priista realiza un full monty ante el electorado.

En el afán de asegurar la precandidatura sin perder el control del partido, los madracistas están dando un espectáculo de primitivismo político sin par, ante el electorado que supuestamente quieren cautivar. El segundo absurdo deriva del valor de la legalidad interna de ese partido. Si la dirección tricolor -en sentido amplio- tuerce sus propios estatutos, vamos, sus propias reglas, qué no harán con las leyes nacionales. Si la demagogia priista ya es recurso aplicable entre ellos mismos, ¿qué valor puede tener la palabra tricolor fuera del partido?

Si los órganos institucionales del partido no cuentan en los arreglos bajo cuerda de la cúpula, ¿qué valor pueden tener las instituciones nacionales si algún priista llega a gobernarlas? El tercer absurdo es todavía más complicado. Si el priismo tuvo cuando menos dos años, esto es, el bienio previo a la elección intermedia de 2003, para ensayar su reconversión estructural y replantear sus órganos de gobierno para salir del juego de alianzas y traiciones, ¿a cuento de qué viene ahora el nerviosismo por el relevo en la presidencia partidista?

El cuarto absurdo es toda una perla. En los preparativos para encarar aquella elección intermedia, la dirección priista tuvo la audacia de hacer los acuerdos y los amarres necesarios y ofrecer un solo frente a la competencia externa. La operación les rindió fruto y reconstituyeron su fuerza en la Cámara de Diputados. Sin embargo, el aroma que dejó aquella victoria hacia fuera nutrió, de inmediato, el ánimo revanchista hacia dentro. Desde el partido, Roberto Madrazo en alianza con cuadros como José Murat buscó expulsar a Elba Esther Gordillo y desde la Cámara, en alianza ocasional con Emilio Chuayffet la echó del control de la bancada. Hoy queda claro que el aroma a victoria unifica a los priistas, pero la posibilidad de poder los canibaliza.

En esa tesitura y visto el espectáculo que ofrecen, nada improbable es que, en vez de reconquistar Los Pinos, los priistas se eliminen antes de llegar al campo de batalla.

*** En cuanto a Acción Nacional se refiere, esa fuerza vive un absurdo: el triunfo de su candidato presidencial en 2000, amenaza con convertirse en la derrota del partido en 2006. Aun antes de la elección presidencial de hace cinco años, el partido albiazul comenzó a vivir su drama. En rigor, el partido no escogió a Vicente Fox como su candidato, Fox escogió a Acción Nacional como su partido para participar la contienda. A partir de entonces, la relación del partido con el candidato y más tarde, con el presidente de la República tuvo por sello la confusión y la equivocidad. El entonces dirigente partidista, Luis Felipe Bravo, no supo ni pudo definir los términos de la relación entre el partido y el Gobierno y de a poco, primero el candidato y luego el presidente terminó avasallando al partido sin que su dirigente tuviera el oficio, el equipo ni las agallas para impedir aquello.

Sin liderazgo, ideas claras y rumbo, Acción Nacional actuó de manera equívoca frente a su hombre en Los Pinos. A veces le hacía el vacío, a veces lo respaldaba pero, en el fondo, nunca estableció los términos de la relación. A veces buscaba convertirse en el partido en el Gobierno, a veces buscaba marcar distancia frente al Gobierno. Rebotaba Acción Nacional en la mar de sus contradicciones. A esa indefinición se agregaron los constantes escándalos de la pareja presidencial, la falta de resultados por parte del Gobierno, la conducta indebida de funcionarios, la marcha y contramarcha de las decisiones presidenciales, la evidente predilección presidencial por uno de los suspirantes, el uso del Gobierno como agencia de colocación del partido y desde luego, la actuación de algunos secretarios de Estado que hacían del cargo la plataforma de sus personales ambiciones.

El costo de esa actuación, más propia de la subcultura priista, pegó en el Gobierno pero, sobre todo, en el partido. La falta de definiciones y estrategias se hizo manifiesta en la derrota electoral de 2003, como también en las candidaturas o alianzas que Acción Nacional promovió en varios estados de la República. Luis Felipe Bravo se fue a Roma sin rendir cuentas de su gestión y la elección de Manuel Espino dejó ver el tamaño de la división que se asomaba en ese partido.

La misma elección del nuevo dirigente dejó ver que Acción Nacional dejaba atrás parte de la cultura que le dio prestigio. Manuel Espino arrancó su presidencia de mal modo y no tardó en dejarse sentir el descontento. La carta de renuncia de Tatiana Clouthier puso en blanco y negro la decepción de un sector de panistas.

Luego, los permisos de juego concedidos por Gobernación, poco antes de que Santiago Creel dejara de encabezarla, pusieron en entredicho la verticalidad de su conducta como funcionario. Más tarde, la renuncia de Francisco Barrio a la competencia interna por la candidatura presidencial, señalando que desde el Gobierno se cargaban los dados a favor de Santiago Creel, reveló que el priismo involuntario ciertamente tenía cabida en Acción Nacional. Finalmente, la renuncia de Rebeca Clouthier a la dirección panista en Nuevo León subrayó el descontento y la decepción de cuadros que ven el franco deterioro de la organización en que depositaron sus anhelos democráticos.

Desde esa perspectiva, la derrota de Acción Nacional en el Estado de México fue mucho más que la derrota de su candidato Rubén Mendoza. Fue la derrota de una política marcada por el pragmatismo y el oportunismo, cuyos costos afloran en estos días. Así, el espectáculo que Acción Nacional ofrece ante el electorado es el de una fuerza que, si bien sufrió el desgaste natural de ejercer el poder, también sufrió el desgaste del no poder y sacrificó principios.

*** Nada hay que celebrar de la situación que encara el perredismo -reseñado en el anterior Sobreaviso-, el priismo y el panismo. El espectáculo es, en el fondo, la exhibición de la crisis que vive el régimen de partidos. Partidos que, si no se transforman y consolidan, ponen en peligro la democracia porque, hasta ahora, no se conoce una democracia sin partidos. En esas condiciones ese otro “milagro mexicano” puede terminar en una pesadilla.

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