La brutal eliminación de Arturo Montiel deja a las claras el juego en el que el país se inserta. La renuncia a esa precandidatura no es producto del avance de la cultura de la rendición de cuentas ni de la repulsa ciudadana a vicios políticos inaceptables, es resultado de una operación marcada por la perversión de ese instrumento y de aquel hartazgo. Constituye, junto a la operación foxista del fallido enjuiciamiento de Andrés Manuel López Obrador, la evidencia más contundente de aquello en que puede convertirse la elección presidencial del año entrante: un ejercicio de barbarie política, no de fortalecimiento de la democracia y del Estado de Derecho.
Un ejercicio donde al electorado se le quiere tomar en cuenta pero no como ciudadanía en pleno ejercicio de su derecho a votar y elegir a quien deberá tomar las riendas del país.
No, no como eso, se le quiere tomar como cómplice o comparsa de un pleito de bandas, diestras en el manejo de chacos, extorsiones y amenazas, que arrojará por resultado a un sobreviviente. No al mejor, sino al más malo. No al más inteligente, sino al más fuerte. No al más propositivo, sino al más destructivo. Al sobreviviente de un deplorable juego de perversiones.
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Si este juego tuviera por frontera el circo romano montado por el priismo donde Roberto Madrazo se relame los bigotes, el efecto sobre el conjunto de la nación podría acotarse. El problema es que el escenario político es mucho más complicado y, conforme se intensifica el combate para-electoral, se perfila como un peligro para el país. El presidente de la República como tal da muestras de agotamiento, pero como figura política no se cansa de protagonizar un activismo propio de un candidato pero no de un jefe de Estado. El secretario de Gobernación parece más interesado en destacarse como cruzado en las causas de la Iglesia, que como autoridad abocada al cuidado del Estado de Derecho y las instituciones nacionales.
Al árbitro, en este caso el Instituto Federal Electoral, lo descuadran -de a tiro por semana- los brincos, las mañas y las presiones de los jugadores. Los dirigentes partidistas en su conjunto se asumen como veladores del gimnasio donde la mayoría de los precandidatos hace de las suyas a los suyos, a manera de entrenamiento de lo que harán a los del gimnasio de enfrente... Y los precandidatos ni por asomo reparan en la necesidad de cuidar y respetar las reglas y las instituciones que marcan la cancha donde habrán de medirse con sus adversarios. Arrean con todo. Los partidos ven a los ciudadanos como cómplices o comparsas y si no como rehenes de su juego, pero no como electores con derechos.
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Si algo positivo tuvo la semana fue el ver desnudo y de cuerpo entero al “nuevo” PRI. Su transformación es impresionante. Es el de antes, pero sin asomo de pudor ni ribetes de elegancia política en sus operaciones. El Revolucionario Institucional abrió sus cartas. ¡Hizo gala de transparencia! La oficina de su presidente, Mariano Palacios Alcocer, se convirtió en un separo semejante a los que había en la plaza de Tlaxcoaque. La “dignidad” de Arturo Montiel se presentó como un acto de cinismo ilimitado.
Las comisiones para la regulación del proceso interno y la de Honor y Justicia, en una sociedad de complicidades ajena por completo al prestigio de sus precandidatos y de su partido. El equipo de Roberto Madrazo se acreditó como una compañía de gángsters.
Incluso, algunas dependencias oficiales del Gobierno salen muy mal paradas del affaire de las propiedades y las cuentas del damnificado político que, como gran acto de dignidad, renuncia a sus aspiraciones pero ni por equivocación ofrece una justificación de su impresionante enriquecimiento.
El secreto bancario, la discreción y pulcritud de las investigaciones oficiales, quedan de nuevo como un instrumento político de uso restringido. A nadie de la élite priista le interesó tener una explicación clara sobre el origen de la fortuna de Arturo Montiel. El punto no era ése. Se trataba de saber si ese obús bastaba o no para eliminarlo de la contienda interna, pero de ninguna manera suponía exigirle cuentas de lo que aparece como un muy probable delito. Ni la evidencia -reportada por los estudios de opinión pública- de que la pérdida de la confianza en Arturo Montiel y su caída en la preferencia electoral no se traducía en ganancia para Roberto Madrazo, les interesó.
El punto era bajar a Montiel, a como diera lugar. Aun a costa del dudoso prestigio de aquel precandidato y su familia, y del dudoso prestigio del mismo Partido Revolucionario Institucional.
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En el fondo, el PRI se mostró como es. Dejó en claro que erró en el método de selección del candidato. Esa fuerza, por más que lo repita en su discurso, no maduró para gobernarse a sí misma y darse métodos democráticos para resolver sus diferendos. De algún modo -y el modo era el chantaje- había que echar por tierra la elección interna, eliminando al competidor que ponía en duda el triunfo de Roberto Madrazo y asegurando que el otro competidor, si así se puede llamar a Everardo Moreno, se sostuviera y sostenga el tiempo necesario para legitimar el preclaro triunfo de Roberto Madrazo.
La nueva mascarada se echó a andar. Logrado el objetivo, el priismo casi pide a gritos al electorado que le dé vuelta a la hoja, al expediente de las propiedades de Arturo Montiel y no reclame ir al fondo a ese asunto. El punto era bajarlo y ya, no más. A gritos el priismo le pide a la ciudadanía ser su cómplice.
No exigir explicaciones ni preguntar cómo el PRI, un supuesto partido en vías de recuperar el poder, postula a la Presidencia a la República a cuadros marcados por la corrupción y la perversidad política. La subcultura política del PRI quedó retratada de cuerpo entero y, ahora, la apuesta va sobre la amnesia ciudadana. El PRI no pide una amnistía para olvidar su pasado, convoca a la amnesia ciudadana. Ofrece como mejor futuro, el peor pasado.
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Lo peligroso de la degradación política exhibida brutalmente por el PRI, es que no es algo focalizado y limitado. No. En su conjunto, el Gobierno, el resto de los partidos, las autoridades electorales y un buen número de precandidatos están haciendo de la degradación una herramienta de trabajo. Eso no es hacer política. Es exactamente lo contrario, es dejar de hacer política y darle paso a la barbarie. El presidente de la República está confundiendo los tiempos políticos y el rol que le toca jugar en la temporada electoral. En el momento que debería recogerse para blindar al país frente a las turbulencias derivadas del concurso electoral, practica un activismo propio de una campaña sin destino. Pareciera que quiere ocupar un espacio en el campo donde estuvo seis años atrás. En el contraste, se desconoce el plan con que el Gobierno blindará al tejido económico y social del país durante la campaña electoral y es hora de sentarse a tomar decisiones, diseñar medidas e impulsar acciones para que los efectos y los golpes de la contienda, no colapsen al conjunto del país.
Si bien la incertidumbre electoral forma parte de la riqueza de una democracia, la incertidumbre política no. Cada semana, a los escándalos políticos se agrega un conflicto social que, en su combinación, pueden terminar por generar delicados focos de inestabilidad.
Un solo ejemplo ilustra. El crimen organizado y el desorganizado ya tomaron nota de la temporada que se avecina y no es descartable que su actividad aumente. Reconocen el campo que se les abre y no lo desperdician. Ahí hay una responsabilidad que no se puede eludir y un foco rojo a atender ahora, no cuando la actuación se traduzca en una reacción precipitada. Cuestión de ver las ejecuciones, no cesan.
El conjunto de las autoridades gubernamentales, legislativas, partidistas, electorales y judiciales tendrían que sentarse a la mesa y tomar nota de la degradación política en medio de la cual se plantea el concurso electoral y acordar un plan mínimo de precauciones. Así como se ponen en marcha programas de protección civil frente a los desastres naturales, no estaría de más poner en marcha un programa de protección política frente al desastre electoral que, por momentos, se dibuja en el horizonte.
Intentar blindar algunas instituciones y políticas, garantizar que la elección sea eso y no una lucha eliminatoria, no es un asunto de reflectores, declaraciones y giras, es materia que exige tender puentes, sentarse y acordar.
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Lo ocurrido en el PRI esta semana pone en evidencia el nivel de degradación al que se puede llevar la elección del año entrante. A la ciudadanía no se le puede convocar a participar como cómplice o comparsa en un ejercicio de barbarie política. Tampoco se le puede pedir dar vuelta a la hoja de las maniobras de los concursantes, cuando éstas revelan presuntos ilícitos o abusos, sancionados por la Ley.
Si quieren, los precandidatos pueden tomar como ariete, como instrumento de su eliminación sus propios expedientes negros, pero no pueden pensar que la ciudadanía debe cruzarse de brazos cuando, en el fondo, se le agravia y se le anula la posibilidad de realizar un país distinto.