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Como lo recuerdes

Germán Froto y Madariaga

Tú te preguntarás: ¿qué relación tienen Jorge Luis Borges e Ignacio Manuel Altamirano? Posiblemente ninguna. De hecho a unos años del fallecimiento de éste nació el otro. Pero ambos fueron escritores y ambos, por distintos motivos, me llevaron a escribir hoy estas líneas para ti.

En su obra: “Navidad en las montañas”, Altamirano afirma: “la noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre; es decir: que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del Nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?”.

El guerrerense tenía razón. En la Navidad se avivan los más tiernos sentimientos y sea con intención o sin ella volvemos a los años de la infancia; al tiempo en que todo era alegría y felicidad; en los que tú y yo nos aferrábamos al encanto y la magia de una noche única en el año.

En el cuento titulado Ulrica, Borges (el inigualable Georgie), de entrada sostiene: “mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”. Y aquí es donde el mexicano y el argentino se hermanan en estas líneas, porque intentaré narrar un fragmento de aquellas nuestras Navidades de acuerdo “a mi recuerdo personal de la realidad”, que siguiendo a Borges, al final de cuentas equivale a lo mismo.

En mi caso, te lo he contado, después de cenar sin lujos pero opíparamente, mi abuela paterna, mi Totó, se encargaba de mantenernos encerrados en el último cuarto de la pequeña casa de la Degollado, mientras mis padres platicaban con algunos familiares en lo que a mí me parecía una interminable charla de sobremesa.

Si abríamos ligeramente la puerta de la recámara, desde ahí se podía divisar el árbol de Navidad colocado oportunamente en la sala de la casa y de esa forma nos percatábamos si ya había llegado el Niño Dios.

Pero mi abuela impedía, como cabo de guardia, aquella sencilla operación y a nosotros nos resultaba casi imposible contener las ansias que desde temprana hora se habían apoderado de nuestras inocentes almas.

Varias veces intentábamos burlar su vigilancia, pero mal nos encaminábamos a la puerta cuando ella nos detenía con un grito sordo pero firme, “Acuéstese”, ordenaba. Y de un salto volvíamos a la cama apretando los ojos para ver si así lográbamos conciliar el sueño.

En ese estira y afloja pasaban algunas horas, hasta que el cansancio y su firmeza acababan por vencernos y nos dormíamos.

Llegado el momento, ella hacía lo propio; pero para esa hora ya habían sido colocados “mágicamente” los juguetes al pie del árbol y nosotros abríamos libremente la puerta y nos entregábamos de lleno a uno de los disfrutes más grandes que se pueden vivir en la niñez.

A tu vez, aquel departamento de la Valdés Carrillo se vestía de gala en diciembre desde la entrada hasta el último rincón en preparación de la Noche Buena.

Aquel árbol inmenso que con tanta paciencia y cariño ponía tu madre brillaba imponente; y en la mesa adornada ex profeso, tu padre colocaba ricos manjares y dulces, muchos dulces de todo tipo y sabor. De esos que en tu casa por razones obvias, abundaban.

No podía faltar sobre aquella “mesa de paz, bien abastada”, la Carlota para el postre y el ponche de frutas licuadas, así como el cóctel de espárragos, que aún ahora solemos disfrutar.

El preludio de aquellas fiestas era para ti el día en que tu madre iniciaba la confección de aquellas casitas decoradas con dulces de todos colores y sabores. Con paciencia franciscana ella comenzaba su delicada tarea diseñando la casita, recortando el cartón que le servía de base y luego armaba las paredes y el techo, para después proceder a decorarla con betún blanco en el cual incrustaba tantos cuantos dulces fuera prudente.

Cada una de aquellas casitas de Navidad era verdadera obra de arte de originales diseños, grata a la vista y eventualmente al paladar.

¿Podrías olvidar esos momentos?

Así, cada cual, tú y yo, y cualquier otro, recordamos aquellas noches a nuestra manera. Como las vivimos o como las sentimos. Como la memoria nos las presenta. Pero siempre gratamente. Porque cada una de ellas fue única e irrepetible.

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