Cada vez, es más evidente. El único complot en curso es contra la ciudadanía. A quien se quiere eliminar del juego electoral, condenar al subdesarrollo político y cobrar los costos del pleito por el poder, es a la ciudadanía. La colección sucedánea de complots, de la que todo político se declara la primera víctima, es un vodevil político. Es el ardid o el disfraz con que el conjunto de la élite política quiere asegurar el poder como patrimonio de su exclusiva competencia. Un patrimonio del que la ciudadanía es un simple espectador y el electorado, una moldura. No se quiere que la ciudadanía contraste proyectos y elija gobernante, sólo que vote por aquel que sobreviva al juego de eliminación política.
*** Quien haya creído que el desistimiento presidencial de llevar a juicio a Andrés Manuel López Obrador suponía una decisión de Estado, por parte del jefe del Ejecutivo, se equivocó. No se salió del juego eliminatorio y confrontacionista, menos aún se trabajó a favor de la armonía y concordia para fortalecer la lucha electoral civilizada. Simple y sencillamente, el jefe del Ejecutivo no pudo coronar su obsesión y, por lo mismo, aquel juego continúa. La eliminación y la confrontación ya son una forma de hacer o deshacer política. La magia del juego consiste en que los protagonistas se presentan como irredimibles víctimas capaces de ir a la cárcel o al sacrificio en nombre de la democracia y el Estado de Derecho; la brujería en que, en realidad, los protagonistas victimizan, secuestran y sacrifican a la ciudadanía.
*** Las evidencias de ese juego están a la vista. Se expresan de distinta manera y en diferentes campos pero con igual grosería. En el campo de los pleitos y los escándalos, la práctica se sostiene a ritmo de marcha. Pleitos y escándalos se suceden cuando no se sobremontan. Uno sigue a otro, otro tapa al primero y, aunque varían en su importancia, ese concurso de frivolidades, distracciones y puñaladas, nulifica toda posibilidad de reflexionar seriamente sobre los problemas o los desafíos nacionales. No terminaba la crisis provocada por el caso López Obrador cuando de inmediato la señora Marta entró en pleito, con fintas, engaños y recursos oficiales, con la periodista Olga Wornat y el semanario Proceso. Ese asunto pudo quedar en la esfera de la frivolidad característica de la pareja presidencial pero, en el momento en que el esposo encaró al Poder Legislativo por andar indagando el asunto, el escándalo reanimó la confrontación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Luego, de la noche a la mañana, como si fuera el momento más oportuno, el Gobierno reavivó el escándalo del Pemexgate que, obviamente, pega en el PRI. Si el PRI se sentía traicionado por el Gobierno después de que éste reculó en el caso Andrés Manuel, el resucitamiento de ese caso lo entiende como una agresión. En el aire sigue ese asunto y, ahora, estalla la crisis en el Estado de México. La audacia del representante perredista ante el órgano electoral, Ricardo Monreal, exhibe la miseria moral de los consejeros ciudadanos que los mismos partidos colocaron en el puesto y, acto seguido, se les obliga a renunciar al puesto. El PAN que, junto al PRD, ve cómo decae su campaña, tiene un golpe de conciencia y se suma a la causa de acabar con la presunta corrupción. Ni siquiera es necesario investigar, que se vayan de una buena vez los consejeros. Que vengan otros sin mácula alguna y, de ese modo, se abra un compás para reajustar las campañas de Yeidckol Polevnsky y Rubén Mendoza Ayala que nomás no prenden. En paralelo a esa operación avalada ¡por el secretario de Gobernación! del Gobierno Federal, mientras el gobernador de la entidad se fascina con los tulipanes en Holanda, el PAN y el PRD que estaban brutalmente enemistados por la intención de eliminar a Andrés Manuel López Obrador de la elección presidencial, encuentran espacio para restablecer la amistad. Unen fuerzas para denunciar el sobregiro en los gastos de campaña del candidato priista, Enrique Peña, que, viniendo de abajo, les arrebata la posibilidad de ganar la gubernatura del Estado de México. El panismo y el perredismo piden una cosa bien sencilla, eliminar al abanderado tricolor de la contienda. Vamos, lo que se pretendió hacer con Andrés Manuel López Obrador y Rubén Mendoza Ayala y que ellos rechazaron, amenazando con irse a la resistencia civil porque, según esto, se atentaba contra la democracia, es el recurso del que ahora echan mano. La eliminación revestida de recurso legal. Lo mismo. Qué importa, después de todo, que la elección quede en riesgo. Ya después verán qué hacer con el electorado. Con esos pleitos y escándalos donde sobran las jugarretas y faltan los proyectos, los partidos eliminan la posibilidad de elevar el nivel del debate y así, cancelan a la ciudadanía la posibilidad de diferenciar las propuesta de cada partido. Las tres fuerzas se emparentan, son iguales, participan del escándalo y el pleito, del descontón y la zancadilla y, entonces, ¿qué va a elegir la ciudadanía si no hay de dónde escoger?
*** En la búsqueda del poder por el poder mismo, a los partidos les importa muy poco la solidez, la experiencia, la consistencia y la trayectoria de los candidatos que postulan como sus abanderados. Hurgan donde tengan que hurgar, así sea en la basura política de algún otro partido a ver si ahí encuentran algún candidato que reciclar. De ese modo, presentan a la ciudadanía a políticos disfrazados o reconvertidos que desconocen profundamente la plataforma política que dicen abanderar. Lo importante es ganar la plaza, ya después verán qué hacer en ella. No hay broma en esto. En las elecciones de Tlaxcala, el electorado tuvo por opción votar por un priista postulado por el PAN, por una priista postulada por el PRD y por un priista postulado por el PRI. En las elecciones de Quintana Roo, el electorado tuvo prácticamente la misma opción. Pudo optar por una priista y por un priista y por un político trashumante que se pone la camiseta que le viene a modo o la moda. Así, cuando se revisan los candidatos que postulan los partidos o se revisan los equipos de campaña de quienes más tarde serán candidatos se advierte que los partidos han perdido todo recato en la calidad de los productos -¿se les puede llamar de otro modo?- que ofrecen al electorado. El electorado, y quizá eso es lo más sorprendente, no protesta por el engaño del que es víctima. Le ofrecen elegir, cuando no hay de dónde escoger. ¿Esa es la nueva democracia electoral?
*** Una expresión más del complot anticiudadano se da en el campo del tiempo y esfuerzo que se destina a las pre-precampañas, precampañas y las campañas. De tiempo atrás se venía señalando la necesidad de acortar las campañas y evitar que la natural incertidumbre que provocan los procesos electorales se extendiera más allá de lo que recomienda una democracia estable. A todos los políticos se les llenó la boca manifestando su interés por atender ese reclamo ciudadano. Sin embargo, no se hizo absolutamente nada. Más bien, se hizo exactamente lo contrario de lo que se pedía: se alargaron las precampañas y se mantuvieron en sus términos las campañas. El mismo presidente de la República fue el más entusiasta promotor de la precipitación de su propia sucesión y el alargamiento de las precampañas. Para todo fin práctico, desde la elección intermedia de 2003 la política concentró la atención en la elección presidencial ¡del año entrante! Y, peor todavía, muchos de los aspirantes a concursar en aquella contienda sin el menor pudor hicieron de su encargo o representación oficial la plataforma de su ambición. En vez de recortarse, se alargaron las precampañas y se sostuvieron en sus términos las campañas. Y a la ciudadanía se le dejó por herencia la imposibilidad de que los asuntos del interés nacional se echaran al costal de los instrumentos e insumos a utilizar en función de la campaña electoral. La certidumbre política que debió arrojar la elección intermedia, se transformó en la incertidumbre electoral prolongada.
*** Un agravio más contra la ciudadanía es el gasto aplicado en las precampañas y las campañas. En ese asunto también hubo señalamientos de que, si bien había que pagar el precio de la democracia, ésta no podía transformarse en una onerosa carga. Ahí, de nuevo, la oratoria de los políticos operó de dientes para fuera. Sí, hay que reducir el costo de la democracia pero, en realidad, elevaron el costo de ella y, peor todavía, como las precampañas no están sujetas al código electoral, es ahí donde aprovecharon para pervertir la competencia electoral. Fondos públicos y privados se fueron a las precampañas y, frecuentemente, las partidas presupuestales de muchas políticas federales y estatales se torcieron, no tanto para aliviar la pobreza social, como para comprar voluntades. Veracruz, Estado de México, Distrito Federal... son tan sólo algunos ejemplos de lugares donde fondos públicos, federales y locales, fueron a parar a las urnas y, luego, a la basura. Pero eso no es todo. Ahí está el tope del gasto de precampaña establecido por Acción Nacional. Trescientos cincuenta millones de pesos será la suma total del dinero que podrán despilfarrar los precandidatos, si consiguen ese dinero. Podrá argumentarse que no son dineros públicos, ¿pero de dónde irán a sacar esos recursos? Cuántos precandidatos panistas no jugarán a comprar la candidatura.
*** Muchos otros ejemplos podrían darse de cómo los partidos y los Gobiernos federal y estatales están armando un complot contra la ciudadanía y la democracia. El agravio es impresionante por cuanto que, en el fondo, pretende eliminar al electorado y privilegiar al votante, que no son lo mismo. Se quiere nulificar al elector y, en forma a veces sofisticada y a veces brutal, secuestrar al votante. Por eso el juego es en su primera fase de eliminación -que llegue a las urnas quien sobreviva a la barbarie política- y, en su segunda, de ensalzamiento, promoción y apabullamiento porque, sin poder elegir, el votante sólo tendrá enfrente al sobreviviente. Impresiona el agravio, pero asombra la complacencia de la ciudadanía frente a una clase política que juega con la idea de eliminarla del verdadero juego electoral, de cargarle los costos de su perversión política, de condenarla al subdesarrollo político y orillarla a participar de una elección donde no hay qué escoger. El único complot es ése... contra la ciudadanía. Si los ciudadanos lo hacen suyo y se fascinan en la representación que de ese atentado en su contra hacen los políticos, muy poco sentido tendrá quejarse después del correspondiente Gobierno en turno.