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Consejeros capitalinos

Miguel Ángel Granados Chapa

Por unanimidad de los 61 diputados presentes, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó el jueves siete una nueva Ley de Transparencia y Acceso a la Información que corrige sustantivamente las deficiencias de la anterior. A reserva de examinar su contenido, y compararlo con el ordenamiento federal, me detengo por ahora en un tema en que la oposición disintió de la mayoría, el de la integración del nuevo cuerpo que encabece el órgano ejecutor de la legislación. Lo hago porque se relaciona con otro tema, que involucra a consejeros de otro órgano capitalino de autoridad, el Instituto Electoral del Distrito Federal.

Es enteramente lícito y necesario que el Instituto de Información, organizado por la nueva Ley cuente con un nuevo órgano de dirección. No se lesionan con ello derechos de ningún género de los actuales integrantes del consejo, porque éste desaparece. El instituto que surge es una entidad jurídicamente diferente, con otras atribuciones, que requieren comisionados con un talante que corresponda a la nueva realidad.

No es impertinente, me parece, recordar un cambio legislativo que supuso una sustitución de instituciones aunque se conservara el nombre de la primera. La reforma constitucional de 1996 que convirtió al Instituto Federal Electoral en un órgano constitucional autónomo, con atribuciones enteramente diferentes de las que el propio IFE tuvo durante los seis años anteriores, incluyó un Artículo transitorio, el tercero, en que se establecía un plazo -la reforma se publicó el 22 de agosto y el término señalado fue el 31 de octubre- para la designación de los consejeros electorales “que sustituirán a los actuales consejeros ciudadanos, quienes no podrán ser reelectos”. Uno de dichos consejeros ciudadanos, José Woldenberg, fue elegido por la Cámara de Diputados consejero presidente del nuevo órgano, sin que a nadie se le ocurriera objetar su nombramiento, ya que no estaba siendo reelegido, sino que se le escogió para un cargo nuevo, con atribuciones mucho mayores de las previstas para los consejeros ciudadanos y al frente de una institución donde quedó eliminada la presencia del poder Ejecutivo.

Más todavía, puede decirse que el órgano reformador de la Constitución tomó la palabra a los consejeros ciudadanos que, no obstante haber sido elegidos en diciembre de 1994, también por la Cámara de Diputados, para un plazo que se extendía por siete años, hasta noviembre de 2001, expresaron su convicción de que a una nueva institución debería corresponder un nuevo consejo, que implicaba su reemplazo temprano. Conozco bien el episodio porque tuve el privilegio de ser uno de los seis consejeros ciudadanos que adoptaron esa posición, que anteponía el interés institucional al personal. A Santiago Creel, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas, José Woldenberg y Fernando Zertuche -y por supuesto tampoco a mí- les pasó por la cabeza la idea de demandar amparo a la justicia federal alegando inamovilidad durante el septenio para el que se nos eligió, luego de un breve y primer periodo, de junio a noviembre de 1994, en que nos correspondió participar en la organización de los comicios federales de ese, el año en que vivimos en peligro.

La Asamblea Legislativa del DF, a mi juicio, procedió correctamente al establecer que el nuevo órgano de Gobierno del Instituto de Información se integre con personas distintas de quienes formaron el consejo de la Ley ahora abrogada.

Se encamina, en cambio, a incurrir en un error al elegir anticipadamente a los consejeros electorales y ha propiciado con esa actitud una maniobra tortuosa y torpe del Senado, reveladora por lo demás de la minoría de edad en que se mantiene a una de las entidades federativas más claramente capaces de tomar en sus manos decisiones institucionales.

Sin anuncio, fuera de la agenda de las sesiones extraordinarias, cuando ya los diputados habían clausurado las suyas, el 29 de junio la Cámara de Senadores reformó varios Artículos del Estatuto de Gobierno del DF, con disposiciones que en su mayor parte constan ya en el Código electoral local. Pretendió, además, prorrogar el mandato de los consejeros electorales durante un año. Al final atenuó esa actitud autoritaria ilegal con otra menos rígida, basada legalmente pero indicativa de la sujeción de los poderes locales a los federales, para no imponerla directamente sino “facultar” a la Asamblea a practicar esa prórroga.

El consejo del Instituto Electoral debe ser renovado en enero próximo, exactamente cuando se inicie el proceso electoral. Para evitar que nuevos consejeros debuten el mismo día en que deben empezar a organizar los delicados comicios capitalinos, es razonable prorrogar su mandato, a fin de que la experiencia que les permitió ya realizar dos procesos de la misma naturaleza asegure el desarrollo de un tercero sin sobresaltos institucionales, que ya la competencia política generará los suyos propios.

Más todavía: mejor solución sería que los partidos se alzaran por encima de sus intereses sectoriales y reeligieran a los consejeros en funciones desde 1999. Un movimiento en esa dirección, en el ámbito federal, pretendió en 2003 que los consejeros fundadores del órgano constitucional autónomo permanecieron en sus cargos, pero los rencores del PRI y el PAN lo impidieron.

Sería sano que en la necesaria diferenciación que exige la contienda electoral el PRD evite asemejarse a esos partidos y no elimine a consejeros que sólo cumplen su deber.

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