Dra. María del Carmen Maqueo Garza
Cindy tiene poco más de un año; parece mucho menor. Acude al hospital en brazos de su madre; hace seis días que enfermó, pero no habrían podido consultarla antes por falta de recursos; para su fortuna hoy surgió una figura bondadosa y anónima, de ésas que hacen el bien calladamente, quien se ofreció a sufragar los gastos médicos. Padre y madre le llaman ?padrino? desde el fondo de sus corazones, aún cuando acaban de conocerle.
La madre es muy joven, pero no puede ocultar lo que el trabajo físico ha hecho sobre su piel; la mirada es brillante, sin embargo al momento de explicarle el estado de la niña y el tratamiento a seguir, simplemente no logro darme a entender. Interviene entonces el hombre, que de primera instancia parece el padre de la muchacha, pero es en realidad su pareja. ?Dígame a mí, pos ésta no entiende?. Por lo que va una nueva y prolongada explicación, ahora a ambos, con la esperanza de que la madre logre asimilar lo mínimo indispensable.
Al interrogar para saber desde cuándo está enferma la niña, ella me dice que hace dos días, a lo que el hombre tercia que no, que son seis. Qué le ha dado de medicamentos, nada. Tose, ah sí, sí tose. Tiene temperatura, sí. Como se la bajó, pos no, no sé...
A la exploración la niña luce algo irritable, su carita está cubierta parcialmente por una pátina blancuzca de mocos secos, y su respiración es agitada, en gran medida por la fiebre. Madre e hija tienen ese olor tan peculiar del desaseo crónico, que se exacerba al retirar el pañal de la pequeña. Dos o tres semanas sin recibir un baño; ¿de qué manera podrá un individuo acostumbrarse al hedor y al escozor de la suciedad? Por un momento recuerdo la obra magistral de Saramago, Ensayo Sobre la Ceguera, en cuya trama los individuos llegan a la esencia de cada cual, allende los elementos físicos de unos y otros. Dentro de una situación caótica de convivencia, trascienden más allá de los cinco sentidos, hasta palpar la esencia divina que a todos nos mueve, independientemente del aspecto o la posición social.
Los medicamentos que necesita la pequeña no son costosos, sin embargo me devano los sesos pensando de dónde podrán sacar los cien o ciento cincuenta pesos para el tratamiento completo. Los oriento respecto a algunas instituciones que pueden proporcionarles el medicamento en forma gratuita; el padre me mira extrañado. ¿No son de aquí? Sí, pero tal parece que han vivido como topos en los llamados cinturones de miseria. No saben tomar un camión, ni identifican las calles del primer cuadro. Milagrosamente la madre sabe leer. Termino repitiendo por tercera vez las indicaciones médicas, ahora al recién nombrado padrino. Lo que es simple para la mayoría, resulta un laberinto de adverbios y conjunciones para los padres.
Es entonces cuando hablo conmigo misma, en uno de esos diálogos internos que he tenido desde pequeña, y que me llevan a concluir que todos tenemos cierto grado de locura dentro de nosotros. Me sorprende cómo una simple interacción con otro ser humano nos permite rozar dolorosamente su propia realidad. Por un momento ver, oler, imaginarse... sentir ese hueco que da el hambre; tiritar por un frío ajeno desde la comodidad de las cuatro paredes del hogar. Ver con los ojos de la madre a la criatura cada vez más enferma, y ni siquiera plantearse la necesidad de acudir a consulta; la muerte es una sombra perenne a un costado de sus casuchas de cartón y madera; hoy no les ha robado a Cindy, pero posiblemente pronto lo haga con alguno de los convivientes.
?Son tres, y las otras andan igual de malas?... El padre me conmina a recetar a las otras niñas a larga distancia, sin explorarlas.
Los grandes desastres nos cimbran como raza humana; el Tsunami de oriente nos ha recordado que somos solamente una arenilla en la inmensa playa de la historia del Universo, y que con viento inesperado podemos desaparecer para siempre. Se ha pedido ayuda por todos los medios; las ONG trabajan incansablemente, los recursos se canalizan, aunque tantas veces queda la incertidumbre de su destino final, como ha sucedido en otros desastres o campañas humanitarias.
Las manos se extienden generosas, y Dios esboza una sonrisa al mirarlas. Que lleguen lejos, sí, pero sin olvidar a nuestros propios pobres, los de a la vuelta de la esquina.