Estamos a final de mayo, y apenas vienen sintiéndose los primeros calores primaverales. La ciudad luce otro atuendo, de cuando en cuando un aire proveniente de no sé qué parte comienza a levantar el polvo, y nos vemos invadidos por una tolvanera que me recuerda las de mi natal Torreón. Un polvo farináceo se cuela por cualquier hendidura de puertas o ventanas, y rápidamente se extiende sobre la superficie de muebles y objetos de uso cotidiano. Esta tarde la tolvanera fue seguida de tormenta, los cielos, grises desde la mañana, se abrieron en dos para dar paso a un singular aguacero que a muchos transeúntes sorprendió en plena calle. Con las primeras gotas gruesas el paseo dominical cambia. Por acá corren divertidamente unos muchachos, más allá un matrimonio joven con dos niños pequeños aprieta el paso para alcanzar a guarecerse. Yo echo a volar la imaginación y me pregunto de qué porción de los cielos puede llegar semejante caudal que parece no agotarse.
La mañana siguiente la ciudad respira un inusual frescor. Las copas de los árboles han reverdecido, y los rostros de los personajes en torno a la Macroplaza son distintos. Por allá encuentro al joven que diariamente transita en derredor de la plaza cargando tres bolsas grandes que pese a sus dimensiones parecen contener algo ligero en su interior. Lo distingo a la distancia por su figura siempre igual, como calcada del día anterior, tiene una piel requemada por el sol, pero cubierta además por una pátina negruzca, sobre la que destaca la blanca mazorca de sus dientes. Lo especial en él es que siempre sonríe, como quien va felizmente acompañado. En ocasiones lo he encontrado sentado en alguna de las bancas de la plaza, dialogando con los personajes de su imaginación, con los cuales sostiene animadas conversaciones que incluyen gesticulaciones, cambios en la intensidad de la voz, y sobresaltos, como cuando nos sorprende lo que el interlocutor acaba de decir. Lo miro con secreta envidia, desearía poseer la libertad que él tiene para ir por la vida. Es entonces cuando me aventuro a suponer que en aquellas tres bolsas lleve en perfecto orden sus personajes, y que esos personajes le van hablando constantemente, y por ello nunca deja de sonreír. Así pues, cuando el sol se encuentra en su punto más alto, y el resto de los mortales busca un techo para protegerse, él se instala en la banca más cómoda de la plaza, cuidadosamente selecciona el personaje en turno, lo desdobla, le sopla polvos mágicos para que cobre vida, y comienza a hablar con él.
Cuanta magia nos falta a los acartonados ciudadanos de cada día para ser como él, un poco niños, más felices.
A esa misma hora veo pasar a un hombre admirable, él trabaja para el municipio en labores de limpieza de la plaza, y lo hace concienzudamente, con un gesto de satisfacción en su rostro, que mucho la atención. Esto en sí es especial, pero más es el hecho de que sufre de un serio defecto en su marcha, lo que lo lleva a efectuar aparatosos movimientos para desplazarse de uno a otro lado, inclusive utilizando los implementos de limpieza como apoyo, para no perder el equilibrio. Cuando tengo oportunidad de observarlo, me pregunto qué correrá por su sangre para mantenerlo con ese ánimo siempre arriba, y ese gesto de felicidad, cuando son las 3:00 de la tarde y su pesada labor manual aún no ha terminado. En esos momentos me reprocho mi necio cansancio y el anhelo de llegar a casa a encender el aparato de aire acondicionado.
Un tercer personaje es aquella mujer bajita, de piel curtida, cabello entrecano dispuesto en dos trenzas que se unen detrás de la cabeza con algún jirón de tela. Porta un palo de escoba con un clavo en el extremo, herramienta que le permite explorar los grandes contenedores de basura en busca de latas de aluminio. Su rostro es siempre el mismo, los labios apretados y los ojillos vivos, me remonta a las mujeres de alguna novela revolucionaria de camisola blanca y falda hampona. Su figura menuda, ataviada a la usanza del centro del país, termina en unas piernas arqueadas que de ninguna manera limitan su andar. Hace su primer rondín por la mañana, y un segundo a la hora en que el joven saca personajes de sus sacos mágicos, y el trabajador de limpieza avanza aparatosamente por la plaza.
En los ratos grises, cuando los hechos en derredor parecen desanimarnos, surgen estos personajes que nos llevan de la mano a ser más sencillos y menos complicados, más humildes y menos ambiciosos, como niños que se depositan confiadamente en las manos de un padre amoroso y vigilante, seguros de que nada malo ha de pasar.