Faltan algunos minutos para las dos de la tarde del sábado dos de abril; escucho sonar en duelo las campanas de la Iglesia Católica en todo el mundo: El papa ha muerto. En nuestros corazones hay duelo por Juan Pablo II, pero a la vez nos invade la tranquilidad de saber que cumplió con su última etapa cabalmente, como supo hacer a lo largo de toda su vida.
Sería sumamente ambicioso querer resumir en un puñado de palabras lo que fue su vida; si a cada creyente le preguntaran qué legado ha dejado el Papa, la mayoría coincidiríamos en algunas ideas centrales.
Probablemente la frase con que mejor recordará el mundo a Juan Pablo II es aquello tomado de las mismas escrituras con respecto a : ?No tengáis miedo?. Palabras que impusieron serenidad durante tantos momentos críticos que ha vivido la humanidad con este cierre de siglo e inicio de nuevo milenio. Nos invitó desde un principio a ponernos en las manos del Señor, con mansedumbre, como niños pequeños; a abandonarnos a sus designios, y a confiar en él. En esta confianza la divina providencia del Señor se ha hecho presente en nuestras vidas, a través de muy diversos canales, para obsequiarnos una vida serena. Precisamente como él lo hizo durante sus últimos momentos.
Un segundo legado, quizás el central de toda su carrera pastoral, ha sido el hecho de dignificar al hombre en un mundo altamente confuso, que tiende a robar la calidad que merece el ser humano por el solo hecho de existir. El Papa, durante sus frecuentes convivencias con jóvenes, los exhortó a no perder la esencia divina , invitándolos a alcanzar la santidad en sus propias vidas. Cuando volteamos en derredor y vemos al individuo reducido a un rostro; una figura; una porción anatómica; una destreza sexual... Cuando el mundo llama a quedarnos en lo aparente, y dejar de lado lo profundo. Cuando las naciones vuelven carne de cañón a sus juventudes lanzándolas a guerras absurdas... Juan Pablo habla al corazón de millones para invitarlos a construir un mundo digno para albergar a los hijos del cielo; un mundo en donde el espíritu halle los medios para perseverar en la fe, y trascender más allá de los confines físicos de su existencia.
El punto que en lo personal más tocó mi vida, es la constante misión conciliadora que se echó a cuestas, como embajador de la paz mundial. Su palabra logró derribar muros físicos ?para ejemplo Berlín-, barreras políticas ?podríamos recordar la visita a Cuba, y la forma hasta afectuosa con que lo recibió Castro. Asimismo su influencia pesó mucho en el derrumbamiento de viejos sistemas?para ejemplo la Perestroika.
De toda esta misión, lo medular de su labor conciliadora fue la parte ecuménica; tuvo un interés particular en que las iglesias que reconocen a Cristo como su salvador, se unificaran, que limaran asperezas y superaran fricciones, y se encaminaran como una sola al encuentro del Señor.
En lo particular me ha tocado convivir muy de cerca con hermanos de otras denominaciones cristianas. Se dan felices acuerdos y malentendidos que zanjan los esfuerzos; surge la idea de considerar que los católicos no somos cristianos, cuando la verdad es que nos une una misma causa, que es Cristo. O aparece el hecho de reprobar el fanatismo popular de nuestra iglesia, en un México cuyo pensamiento mágico es parte de su idiosincrasia desde antes de la conquista, y no se arranca tan fácilmente de un solo tajo.
En todas las creencias se presenta el fundamentalismo, la convicción de asumir en forma absoluta que la propia creencia es la única. Católicos y no católicos avanzamos poco por esta línea que limita, aleja y enfrenta, y mucho haríamos con evitarla.
He tenido la fortuna de conocer hermanos de otras denominaciones que llevan el cristianismo en cada una de sus obras de manera ejemplar. Dan testimonio de su fe a través de un cristianismo vivo, a través de sus obras. Respetan a quienes no comparten su mismo credo, y son lo suficientemente seguros y flexibles para aceptar trabajar de la mano de otros hermanos, de manera de hacer una cadena que a todos beneficie. Lejos de alejarse por las diferencias, se aproximan por las coincidencias. A través de ellos he adquirido grandes enseñanzas, y he tratado de compartir lo poco que traigo en mi morral.
Escribo esta última línea confortada de saber que Juan Pablo II ya está con Dios. Me levanto con el propósito de seguir andando con el corazón puesto en el legado de paz que él nos ha dejado como la mejor herencia.