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Crimen y estupidez

Miguel Ángel Granados Chapa

No está dicha la última palabra. Pero en este momento, han triunfado los adversarios de Andrés Manuel López Obrador. Se trata, sin embargo, de una victoria pírrica, como las obtenidas por el rey Pirro, que ganaba escaramuzas pero debía pagar por ellas altísimos costos.

Se alegará de nuevo en ritornelo mentiroso, que la Sección Instructora sólo ha hecho lo que debía, atender el llamado a respetar la Ley, porque en último término eso es lo que significa la acusación de la Procuraduría General de la República.. Pero no es así. Los tres miembros de aquel adminículo legislativo sólo ratificaron la idea concebida cuando se decidió que descarrilara la candidatura presidencial de López Obrador y se eligió para ello usar políticamente la procuración de justicia, como lo hizo a menudo el sistema autoritario priista.

Debe recordarse el carácter incidental del episodio que dio origen a este lance, que puede abrir la puerta a la inhabilitación del candidato por el que votaría la mayor parte de los ciudadanos, según reiterada insistencia mostrada por las encuestas. No se acusa al Gobierno capitalino de desacatar una sentencia de fondo, que causara irremediables daños y perjuicios al propietario del predio El Encino.

Cuando ese quejoso obtuvo de la justicia federal la restitución de la superficie expropiada, el Gobierno capitalino lo puso en posesión de la misma. No hay lesión alguna al derecho de propiedad. Lo único que se arguye es que fue desobedecida una orden para no construir en determinada zona y no obstruir el acceso al predio cuya propiedad estaba en ese momento en cuestión, lo cual acató el Gobierno, según constancias documentales y evidencias físicas.

No hubo delito, pero de haberlo no sería López Obrador, sino funcionarios a sus órdenes a los que cabría imputar ese ilícito. El secretario de Gobierno José Agustín Ortiz Pinchetti, que suscribió la mayor parte de los oficios en aquel procedimiento, fue citado como presunto responsable por el Ministerio Público y no se enderezó contra él la acusación más tarde asestada a su jefe. Y de haber sido éste el responsable, es claro que la PGR pudo haber determinado no ejercer la acción penal en su contra, como lo ha hecho en otros casos, vista la imprecisión, inadmisible en derecho penal, de la sanción aplicable, y la imposibilidad de fijarla por analogía y menos en un caso del que surgen consecuencias de gran trascendencia. Es preciso repetirlo; si fuera indubitable que López Obrador delinquió, no valdría como excusa su eminente posición política presente y futura. Pero si sobran los indicios de que se trata de un montaje ilícito, resulta clara la peligrosidad de la maniobra.

Por lo pronto, crecerá la ventaja que López Obrador ha sacado de este torpe embate en su contra. Sus adversarios -enemigos quizá haya que llamarlos, ya que se proponen exterminarlo políticamente, y no sólo triunfar sobre él- le han regalado la dorada ocasión de lanzar su candidatura presidencial desde la Cámara de Diputados. Para ese propósito servirá en realidad su alegato el día en que el pleno, convertido en jurado, lo prive de la inmunidad legal derivada de su elección. No se llegará al extremo de que la elocuencia del jefe de Gobierno disuada a los legisladores de desaforarlo, porque sólo aplicarán decisiones ajenas ya elaboradas. Pero dispondrá del mayor espacio político con que hasta ahora ha contado, para hacer valer su defensa y lanzar su contraataque, lo que será sólo preámbulo de la enorme manifestación de repudio que lícita, legítimamente organizará en esa fecha.

No hay que prestar oídos a los catastrofistas que auguran descontrol de las expresiones callejeras de apoyo a López Obrador y anuncian perturbaciones al orden y a la tranquilidad de las personas (como si los mexicanos pudieran ufanarse de contar a plenitud con esos valores de la convivencia). Por doquier la vía pública, desde hace casi tres décadas, se ha convertido en zona privilegiada para la manifestación ciudadana, de apoyo o de inconformidad, y nunca ha habido desgracia que lamentar, porque cuando las hubo, en 1968 o 1971 por citar ejemplos lúgubres, ello se debió a la represión ilegal y desmesurada y no a la expresión ciudadana.

Cuando después del desafuero López Obrador quede ante la justicia, su posición objetiva será menos precaria. No es que el aparato judicial que conocerá la acusación, en sus diversas instancias y modalidades merezca plena confianza ciudadana, pero la existencia de reglas cuya aplicación es cotejable por la sociedad hace menos sencillo prolongar la maniobra.

La deplorable posición de la Suprema Corte y el Consejo de la judicatura que el 19 de mayo pasado exoneraron sin juicio a miembros del poder judicial federal a cuya totalidad extendieron un absurdo aval general, que entonces despertó comprensibles suspicacias, cobró mayor nitidez la semana pasada, cuando el propietario de El Encino, que no es parte en el actual litigio y actúa como si lo fuera, hizo suyo el documento de la magistratura, desnudando el hecho de que ésta defendiera sus intereses.

Los defensores de la verdadera legalidad (que no son, por supuesto, los funcionarios superiores de la PGR, puestos en entredicho una y otra vez, desde los miradores más diversos), los ciudadanos conscientes de la verdadera índole de la trampa tendida a López Obrador, deben observar un cauteloso y alerta activismo. El riesgo de que se le inhabilite ha crecido. Pero no se trata de un hecho consumado.

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