La cocina virreinal del México hispano
La cocina mexicana, que es una de las más ricas y variadas, nació de tres corrientes de olores y sabores: la indígena prehispánica, la española de la Conquista, y la que se derivó más tarde de los platillos traídos a México por italianos y franceses.
La cocina mexicana prehispánica, o sea la de los aztecas y otras tribus que habitaban el reino de Tenochtitlan, era principalmente a base de tortillas hechas de maíz, fríjol, chile, y de carne de animales de caza como el conejo, el armadillo y la iguana. También había platillos deliciosos que aún se siguen comiendo, como larvas de hormigas, gusanos de maguey, caracoles de mar y de tierra.
Era una cocina sencilla, que se disfrutaba mejor con pulque o agua miel. Con la llegada de los conquistadores españoles, aquella cocina un poco primitiva se vio enriquecida con nuevos olores, sabores e ingredientes, y se inició una fusión de ambas.
Quienes más participaron en el nacimiento de esta nueva cocina, la virreinal hispana, fueron las monjas que disponían de bien equipadas cocinas para preparar sus alimentos. Y como no había en la Nueva España todos los productos que necesitaban, fueron agregando muchos de los que había aquí, e hicieron combinaciones de las recetas españolas y mexicanas para ir creando nuevos platillos.
Se dice que cada monja que trabajaba en la cocina de aquellos conventos del siglo XVI tenía a su mando a una mujer indígena que la ayudaba. Esas indígenas no disfrutaban de los ricos platillos que las monjas preparaban, pues sólo les daban alimentos hechos de fríjol, maíz y chile.
En monasterios y conventos se almacenaba gran cantidad de productos, especialmente en tapancos para que los animales no pudieran alcanzarlos. Allí se guardaba azúcar, maíz, frijol, lentejas, hueva de pescado, camarón seco, manteca, pasas, almendras.
Había secciones especiales para guardar el vino y el vinagre, y otras para panes y galletas de mar, que podían durar bien varios meses. Las cocinas contaban con departamentos para las levaduras, hornos bien equipados y panadería. Los productos perecederos como carne, aves y pescado fresco se consumían cuanto antes, pues el único medio de refrigeración era en hoyos que se hacían cerca del cauce de arroyuelos o ríos de aguas frías.
En los conventos se bebía también chocolate, costumbre que se dice era muy respetada por monjas y sacerdotes, sobre todo después de la misa vespertina.
En el convento de San Jerónimo, uno de los que se conservan de aquella época, hay todavía un gran comedor frente al coro y cerca de la cocina. Allí las monjas se reunían en las tarde y servían el chocolate espumoso en grandes jarras vidriadas, que acompañaban con pan dulce.
Esos deleites se alternaban con días de ayuno, pues según estaba establecido entonces, la práctica del ayuno conventual es un medio de alcanzar la purificación. La abstinencia total de comida y bebida era una de las formas de encontrar el perdón divino.
De entonces se conservan recetas de empanadas de jabalí, sopa de vino y de nabo, perdices en vino tinto, enrollados de pescado en salsa y pescado alcaparrado. Este último, según los testimonios que se guardan, es una verdadera delicia y a pesar de que su preparación data del siglo XVIII sigue siendo una exquisitez, y además muy fácil de preparar. Esta es su receta:
Ingredientes: Un kilo de filete de pescado cortado en mitades, limpio y sin espinas, una taza de vino blanco, media cucharadita de pimienta molida, el jugo de un limón, seis dientes de ajo limpios y martajados, dos cucharaditas de mantequilla.
Ingredientes para la salsa: Media taza de alcaparras, media taza de aceite de oliva, media taza de perejil finamente picado, y media taza de vinagre.
Forma de preparar la salsa: Licuar juntas las alcaparras, el aceite de oliva, el perejil y el vinagre, con una pizca de sal.
Forma de preparar el pescado alcaparrado, que rinde ocho porciones: Se marinan los medios filetes de pescado con el vino, la pimienta, el jugo de limón y el ajo durante 12 horas. Se escurre y se deja secar. Se colocan los filetes en un platón refractario previamente untado con mantequilla, y se bañan con la salsa ya preparada. Se hornean durante 15 minutos a 200 grados centígrados, y se sirven. Van bien con vino blanco dulce.