EN ESQUIVIAS, CON MIGUEL DE CERVANTES
Para ir al pueblo de Esquivias, en la región de Castilla, donde Miguel de Cervantes Saavedra vivió, se casó y escribió algunos capítulos de El Quijote, hay que hacer un largo viaje en tren.
Se sale de Toledo y se dirige a Yeles y de allí, en 15 minutos, en un destartalado camión de pasaje, se llega a Esquivias. El camión corre por un camino polvoriento, en un paisaje gris, sembrado de olivos y de vides, tal como lo describiera Cervantes en algunos capítulos de su obra.
Esquivias es un pueblo triste y solitario. Parece tener mil años y eso hace pensar que está igual a como estuvo cuando Cervantes se casó allí con Catalina Salazar Palacios, en 1584, cuando tenía 37 años de edad.
En la única posada del pueblo, llamada La Torrecilla, por el alto palomar que tiene, pocos saben algo de Cervantes. El posadero, sin embargo, me informa que a la vuelta de la calle de doña Catalina está la Plazuela Cervantes, y allá vamos.
Allí está la casa donde vivió Cervantes, bastante descuidada, pues se quiere mantenerla lo mejor que se pueda en su estado original, que deformarla con pintura y reconstrucción. La cuida una viejecilla afable y toda vestida de negro, que nos dice que son pocas las personas que se interesan por visitar la casa, y que muy gentilmente nos invita a entrar y recorrerla a nuestro gusto.
La casa donde vivió Cervantes y su esposa es de altos y bajos. Tiene dos anchas puertas al frente que dan a un vestíbulo. Atrás de la casa hay un patio con elevadas tapias. Hay allí un viejo pozo, al parecer seco, y una parra. En la casa, una ancha escalera de madera lleva al piso superior donde hay otro vestíbulo con dos balcones.
La planta alta es un laberinto de salas, cuartos, pasillos. La viejecita dice que la recámara más amplia era la de Cervantes y su esposa. No hay porque no creerle, y con las alas abiertas de la imaginación vemos al escritor de pie junto a la ventana, mirando el mismo campo inmenso que se extiende ante nuestros ojos. El día es claro, y una bandada de gorriones picotea entre los surcos sembrados de vides.
La alcoba donde quiero pensar que dormía Cervantes y su esposa es cuadrada, y junto hay un salita pequeña. Imagino que allí debió estar el escritorio del novelista, y de pronto me llegan las campanadas de la vieja iglesia, que también debió escuchar Cervantes.
Ya no hay nada qué hacer aquí. La casa deprime por su silencio, su olor a vieja, su estado ruinoso y el polvo que flota. No hay siquiera un fantasma que se pueda decir que es del autor de El Quijote. Pero a pesar de todo, es historia viva del más grande escritor que ha dado España.
Vuelvo a la posada. Esquivias me parece ahora un pueblo más triste y solitario. El sol es tibio, el cielo limpio. La ilusión de encontrar la casa donde vivió Cervantes, que me trajo aquí, se desvanece.