Coahuila está en transición y la estructura gubernamental cambia con el bien conocido despapaye: caen bardas, se abren zanjas, se rompen tuberías, se tapan baches, se acomoda y traslada material, en fin, que el Gobierno del Estado es una calle en reestructuración, agua revuelta que el tiempo va a estabilizar.
Queda, por lo pronto, el agrio sabor de este hábito mexicano de reinventarnos cada seis años. Lo más difícil de obtener es la información y la experiencia y en estas chiripiorcas sexenales se suelen perder buenos elementos en el trajín de la mudanza.
Cierto es que el país ha cambiado, que el año de Hidalgo ya no es aquel saqueo rampante de hace tiempo, pero si buscamos crecer como sociedad se debe pensar muy seriamente en cuidar, en acumular, en aprender y no en desmantelar y rearmar y volver a descubrir el hilo negro periódicamente.
Más de uno ha señalado que practicar el optimismo en México no es más que un ejercicio de la fantasía, una vocación suicida y alucinatoria. Por mi parte no encuentro desventaja alguna en imaginar que saldrán jardines en medio de los baches de este lastimado edificio que llamamos México.
Las cosas van cambiando, muchas para bien y si dejamos a un lado la vocación de jauría pues la cosa va a ir mejor. Nótese que esta columna empezó agria y ahora agarra súbitamente tintes de azul pastel. Sí, es válido creer en un futuro mejor por la sencilla razón de que a fuerza de fregadazos uno termina por aprender (aunque muchos le agarren gusto a la flagelación). Y en este punto entra la cultura (con fanfarrias y todo). El resguardo de la experiencia humana, el testimonio de los cocolazos, preguntas, dudas y respuestas que el hombre ha encontrado a través del tiempo se encuentra encerrado en eso que solemos llamar arte, o, para ser más preciso, las artes: literatura, pintura, danza, teatro, en fin, todos los medios de hacer tangible lo invisible del espíritu.
Uno no se acerca a la cultura para agarrar pose de intelectual, para jugar al delicado y selecto, ni mucho menos para besar los pies de los y las artistas. Las artes son una herramienta excepcional de aprendizaje, son un motor que estimula las capacidades mentales y espirituales del ser humano, son, en última instancia, una referencia central para una conducta ética y sensible. La historia ha demostrado que las sociedades educadas son las que funcionan mejor y eventualmente, las que resisten la prueba del tiempo. Y son las humanidades las que hacen posible que el crecimiento se apuntale con otra palabra clave: el desarrollo, tanto a nivel personal como colectivo. Por eso resulta de suma importancia que las autoridades culturales asuman una postura inteligente para incidir de manera real en la sociedad. El reto está peliagudo si consideramos que el presupuesto para la cultura en nuestro país está por el suelo. Hay un trabajo enorme por hacer y se va a necesitar de mucho ingenio, pero cuando la promoción cultural se ejerce de manera eficiente y certera, el cambio es irreversible. Si las artes son un medio para abrir los ojos y el alma, entonces la administración cultural tiene en sus manos una importantísima herramienta de transformación. Es normal pensar que un secretario de gobierno o de obras públicas, de salud o turismo está por encima de un directivo de cultura. En este caso vale aplicar la máxima teatral “no hay papeles pequeños sino actores pequeños”. Así es, los puestos culturales serán miniaturas si así lo dicta el funcionario en turno. O pueden ser monumentos hechos de trabajo y planeación. Ambas opciones están en el aire y por el bien de todos, creadores y público, espero que sea la segunda la que prevalezca.
PARPADEO FINAL
Ante los cambios y giros de gobierno los creadores ofrecen una constante: su trabajo. Así que si tú pintas, grabas, dibujas, eres músico, poeta, ya sea profesional o amateur, si te gusta leer una buena novela o ver buen cine, pues te invito a seguir en esta necedad cultural. Que el nuevo gobernador tome posesión, que se cierren y se abran las puertas. El arte, afortunadamente, sigue (y olé y más olé).
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