Desde hace treinta años, mi padre, don Miguel, tiene la costumbre de cantar a toda hora, con resultados que van del certero ?do? de pecho al abierto grito de ultratumba. La familia, institución resistente, se ha acostumbrado al concierto diario e incluso ha llegado a disfrutarlo. Queda claro que a diferencia de mi familia, el mundo puede prescindir de los cánticos de mi padre. Pero aquí es donde me recontra azoto y pregunto con voz de Libertad Lamarque: ¿qué sería del mundo sin papás cantadores? ¿A dónde iríamos si a los humanos no nos gustara elevar la voz con cierta gracia? Con este ejemplo planteo, de manera muy pedestre, que el arte es y será necesidad e instinto. Es el hombre dibujando su alma con cantos, danzas, poemas, pinturas o cualquier otro medio accesible a los sentidos. Ok. Hasta aquí todo va requete bonito.
El asunto se pone pelón cuando el artista silvestre decide formalizar el asunto y convertirse en profesional. Aquí viene el reto de consolidar sus recursos técnicos y sus conocimientos teóricos, conseguir lana para seguir artisteando y aunado a ello abrirse paso en los foros donde pueda exhibir sus cuadros, cantar sus rolas o armar sus instalaciones, es decir, debe civilizarse y entrarle al muégano del ambiente artístico. No es fácil, cabe decirlo. Aquí es donde brinca a la escena un personaje peculiar, que es el gestor o funcionario cultural en turno. Este personaje hace su madriguera en museos, casas de cultura, escuelas de arte y anexas.
El artista, tarde o temprano, se debe acercar al funcionario para pedir apoyo, difusión o un espacio físico donde ejercer su actividad. Bien se ha dicho que es más fácil encontrar un buen artista que un buen funcionario cultural. Este último es un ave rara que conjunta y modula una serie de cualidades. Debe tener la suficiente educación como para entender a fondo el lenguaje de los artistas, ser creativo al momento de canalizar los productos artísticos hacia el público y aunado a ello, tener los pies en la tierra para sacarle provecho a los tres pesos con los que suelen contar las instancias gubernamentales y hacer maravillas con ello. Todo un estuche de monerías. Naturalmente, no todos son así. Entre los múltiples funcionarios culturales que pululan en Torreón podemos encontrar de todo, aquéllos que dan pie con bola y otros que no dan una. Si el artista tiene la suerte de encontrarse con alguien competente, entonces el asunto se pavimenta y ambos lados salen ganando, se genera una relación donde se progresa y aprende. En el caso contrario, el artista ve bloqueada su actividad y se limita a observar con desasosiego cómo la ignorancia del funcionario en turno marca pautas y criterios entre el público. Cualquiera que sea el caso, pende, por encima de ellos, una maldición nacional: el cambio sexenal (aquí es menester imaginar violines de película de miedo). Así es, la espada de Damocles, la calaca tilica y flaca con su guadaña haciendo rolar cabezas y reemplazando lo establecido a la voz de ?ahí viene el candidato con su gente?. Si esa gente es efectiva y competente o es una horda salvaje, no lo sabemos.
Verdadera tragedia nacional es este castillo cultural que se derrumba y se rehace cada seis años. Y entre el ascenso y la caída, entre la lluvia de ladrillos, corren los artistas de un lado para otro. En Torreón veo mucho que se puede renovar y otro tanto que se puede (y debe) conservar. Me parece que ya no son tiempos de arrasar con todo haciendo tabula rasa a la mexicana. Ojalá el próximo gobernador tenga el tacto para saber qué partes podar y qué partes cuidar en los jardines de la creación artística. El rubro cultural merece ser tratado de forma razonable. Pero vuelvo a la idea inicial y a mi padre con sus cantos de regadera: está en todos el ser artistas de una u otra manera. Con o sin funcionarios competentes la gente seguirá inventándose través del arte. Los creadores saben sobrevivir a los cambios sexenales. Son cabezas duras que insisten en lo propio a pesar de las presiones del mundo que entendemos como ?real?. Pero es mejor si ese mundo real se alía con ellos y les da su lugar.
PARPADEO FINAL
Así es, siempre están las parcelas de dignidad. Y para ejemplo está aquel poema de Efraín Huerta: ?Primero que nada/ me complace/ enormísimamente/ ser un buen poeta/ de segunda/ en el tercer mundo?. Regocijaos, oh víctimas de los cambios de sexenio: nada como ser poetas pequeños en un país grande, caótico y multicolor. A sobrevivir se ha dicho.
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