Está por demás decirlo: el calor es insoportable. Por mi parte, de tanto sol en la mollera me ha dado por la alta cultura y es por ello que comienzo esta columna refiriéndome a William Shakespeare. Los invito a visualizar una madrugada de octubre de 1415 (justo en el día de San Crispín) donde un ejército de caballeros ingleses, mugrientos, cansados y muertos de frío, esperan con temor el inicio de la batalla de Agincourt, donde el ejército francés los supera en una proporción de veinte a uno. En este ominoso momento es cuando Shakespeare pone en la voz del rey Henry V un intenso discurso a sus tropas, donde cada palabra va cargada de fuego y en el clímax de su alocución sentencia: ?El que salga vivo y llegue a la vejez, todos los años invitará a sus vecinos, se remangará y les enseñará sus cicatrices. Los viejos olvidan: todo quedará olvidado, pero él recordará, mejorándolas, las hazañas que hizo este día?. He ahí la clave: Henry promete el recuerdo de una batalla. Sabe que el pasado resguardado en la mente de un hombre es una fuente inagotable de consuelo.
Las cicatrices del éxito y el dolor, que son, al mismo tiempo, el resumen de la personalidad también son el santuario donde los amores no terminan ni las glorias se deslavan: la nostalgia, en resumen, es el único refugio posible. En este terreno hay grandes batallas y pequeños duelos. En este contexto, me permito hablar de una cosa tal vez intrascendente pero muy querida: La Guerra de las Galaxias. ¡Poing! ¡Vaya sentón! Brincar de Shakespeare a George Lucas de porrazo, tan bien que iba, caramba? yo sé que es algo rudo, algo así como pasar de Sor Juana a Marta Sahagún sin escalas. Pero ustedes disculparán, Lucas, a diferencia de Martita, al menos resulta divertido. A los treinta y tres años George Lucas concibió la saga de Star Wars, que cambió el rumbo del cine y el entretenimiento a nivel global. Para los que fuimos niños por aquel entonces, quedan vivas las chispas de emoción que se desprendieron junto con los rayos láser y las naves espaciales.
En su momento tuvo todo lo que mi niñez podría haber pedido y aún más: un malo genial, una princesa caprichosa, un chango gigante, un enanito verde y un par de robots buena onda. En los últimos años la nostalgia me ha hecho seguir las recientes precuelas de La Guerra de las Galaxias: The Phantom Menace y Attack of the Clones. Ambas, por muchas razones, me han quedado a deber. La última entrega, Revenge of the Sith, la considero mejor que sus antecesoras aunque sigue muy pero muy lejos la gloria de las antiguas series.
El miércoles pasado, a las doce de la noche, grité y sufrí junto con todos los que asistieron a la premier nocturna de Star Wars. Hubo treintones disfrazados, mucha banda rockera, colados, novias y esposas abnegadas acompañando a peludos y panzones niños tardíos. Pura banda recesiva. Fantástico el tipo que se confeccionó su traje de Darth Vader y el Obi Wan lagunero que fue con su hijo, un caballero jedi de cuarenta centímetros que podía matar de ternura a cualquiera. La nostalgia reinó entre todos. Aquéllos que luchamos junto Luke Skywalker en los setenta y ochenta, nos reunimos para, a la manera de Henry V, mostrar las heridas de batalla y averiguar cómo nació aquella vieja trama. Cerca de las tres de la mañana, al terminar la película, tuvimos que volver al mundo real: ?chin, mañana voy a trabajar?, ?me toca escuela a las siete?, ?ay, tengo guardia en el hospital?. El jueves amanecimos con ojeras pero contentos. Acariciamos el jardín de los recuerdos y dejamos una buena lana en el bolsillo de George Lucas. Cumplimos con el trato (vuelvo a Shakespeare? ?we few, we happy few, we band of brothers??). Cabe decir que en la batalla de Agincourt, el ejército británico, motivado por las palabras de Henry, arrasó con el ejercito francés. Con toda certeza los veteranos de aquella batalla presumieron las heridas a los nietos. A título personal, en tiempos difíciles, siempre tengo un refugio seguro en aquellos viejos tiempos de naves y rayos láser. Entre lo importante y lo banal, siempre viva y dulce, se acurruca la tenaz memoria y su dulce variante, la nostalgia.
PARPADEO FINAL
Dicen que hay tiempo para todo, incluso para que los tiempos se junten. Vuelvo a Star Wars: Carrie Fisher, la princesa Leia, tenía veinticuatro años en la primera parte de Star Wars. Natalie Portman, o sea Padmé, la madre de Leia, no había nacido cuando su hija ficticia ya andaba salvando la galaxia. Hace una semana supimos el porqué de la bronca que se va a desatar en mil novecientos noventa y siete cuando Luke Skywalker, que cumple cincuenta y cuatro años en septiembre, sepa el despapaye que armó su padre, Annakin o Hayden Christensen, hoy de veinticuatro. Al final todo terminará por resolverse hace veinte años (ahem). Afortunadamente todo este merengue sucedió hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.
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