El 24 de diciembre de 1888 Vincent Van Gogh se paró frente a un espejo y se cortó la oreja derecha de un solo tajo. La fuerte hemorragia lo hizo desvanecerse por un momento. Medianamente repuesto, envolvió la oreja en un trozo de papel y la dejó en la puerta de un prostíbulo. No me cabe duda: éste fue el pancho artístico más memorable de los últimos dos siglos. Dos años después el desorejado artista se pegó un balazo en el pecho para finalmente colgar las botas y los pinceles. Insuperable: Van Gogh ocupa mi número uno en la tan gustada lista de tragedias artísticas.
Lo malo es que leí esta historia cuando era un incipiente pintor de dieciséis años. Días lejanos con mil barros atrincherados en mis mejillas y una timidez que estropeaba cualquier intento de seducción. En este contexto vi que la mejor opción era entregarme al sufrimiento onda Van Gogh, establecer de una vez y por todas que el mundo no me comprendía y bueno? cortarme la oreja pues no, digo, están tan chiquitas que parece que ya me las cortaron de antemano. Tomada esta decisión, el paso siguiente fue vestir de negro, dibujar puras tragedias y caminar encorvado todo el día (refunfuñando de preferencia).
Al paso del tiempo me di cuenta de mi grave telaraña mental: quería ?parecer? artista, no ?ser? artista. Lo primero es muy fácil: basta copiar un esquema o una forma de hablar y listo. Las opciones son varias, para todos los temperamentos y bolsillos: pendenciero y teporocho a lo Bukowsky, cosmopolita y despreocupado como Gabriel Orozco, folclórico a lo Toledo, sofisticado e irónico tipo Duchamp, o cachondo y maldito en la frecuencia Mapplethorpe. Ahí están para escoger. Pero, ¿cómo llegaron a ser ellos? Los artistas son el producto irrepetible de un complicado tejido de innumerables circunstancias sociales, filosóficas, geográficas y económicas. Por esta causa la imitación es estéril.
Pero, para la mayoría de los autodenominados artistas, vale más parecer que ser. Esto revela el miedo profundo a reconocer de manera abierta y franca las propias virtudes y limitaciones para traducirlas en escritos, dibujos o actos, que acaso, en algún momento, sean considerados como arte o mejor aún, como testimonio.
Parpadeo final
En el Museo Histórico de la Ciudad Casa del Cerro expone Rafael Aguirre, en la Alianza Francesa, el dibujante Román Eguía y en Icocult Laguna, Teresa Hernández. Pintores con un currículum interesante y cosas qué decir. El próximo jueves me tomaré la libertad de reseñarlos. Pero, te propongo una cosa: qué te parece si te haces de un tiempecito, vas a estas exposiciones, me dices qué te parecen y juntos le tomamos el pulso al arte de Torreón. Vale pues, espero tu correo a: cronicadelojo@hotmail.com