Hay ciertas obras de arte que me generan una fuerte comezón en el duramadre (cabe aclarar que el mentado duramadre es, junto con el aracnoides y el piamadre parte de las meninges, o sea, la membrana que protege el cerebro). Este agudo escozor es acompañado por una náusea leve máxime cuando aquello que veo me gusta por lo mucho que me disgusta. Suena confuso, pero me permito ejemplificar con la obra del artista Duane Hanson, que allá por los años sesenta y setenta le dio por hacer esculturas de personas de la clase media norteamericana (oficinistas, amas de casa, deportistas) de manera fiel y a tamaño natural sin omitir un solo pelo, verruga o lunar. Su obra mejor conocida es una réplica hiperrealista de una mujer muy entradita en carnes que va empujando un carrito de supermercado atestado de productos, una imagen descarnada de la vulgaridad y el consumo. Sus esculturas han sido descritas como ?figuras atrapadas en vacío casi autista, representaciones al mismo tiempo genéricas e individuales?, es decir, que sus figuras, con sus mejillas cebosas, dientes postizos, ropa y lonjas perfectamente creíbles son retratos tanto como síntomas de una sociedad. Los cabellos teñidos, la ropa de colores chillantes, los collares de plástico y el calzado barato que ostentan sus figuras remiten directamente al arte kitsch. Resulta difícil definir satisfactoriamente este género pero es más o menos fácil identificarlo. El arte kitsch habita en los confines del sentimentalismo, es pretencioso, vulgar, gratuito, trillado, visualmente agresivo, banal, barato. No es propiedad exclusiva de Duane Hanson, se le puede encontrar en una porcelana del chavo del ocho o en una cajita de música de plástico rosa. Un terreno fértil para el kitsch son los nuevos ricos que, en su avidez por la ostentación son capaces de todo: poner mármol rosa y espejos dorados en un baño, pegar papel tapiz plateado y alfombras azul cielo en sus salas, poner cuadros inmensos de corceles blancos a pleno galope o instalar un quijote de hojalata gigantesco en su patio. Pintura, artesanía, medios de comunicación, música, arquitectura, poesía todo puede ser abarcado por el kitsch. Felices los críticos y los artistas que logran ponerle nombre a todo: aquella Venus en cueros es ?clasicista? aquel otro montón de cacharros tirados es ?instalación?, por ahí ese pintarrajo es ?abstracto? y cuando la cosa se pone de a tiro naca es ?kitsch?. Sin embargo estas etiquetas permiten identificar una cosa o evento como arte, es decir, como algo significativo en la tarea de entender este mundo. Hoy observo la portada de la última revista Proceso y veo arte genuino: Martita Sahagún de luto riguroso sonriendo en los funerales del Papa. En sus promocionales televisivos, Martita nos ha hecho saber de sus virtudes y amorosos proyectos. Pero ese gesto feliz de ?mírame, ahora sí, bien cuca y en medio de los meros chipocludos? es kitsch en su estado puro. Ah qué comezón en el duramadre, qué dolor, qué pena, tan lejos de Dios y tan cerca de los Fox, personajes que, como la mayoría de los famosos del espectáculo o la política no pueden ser más que kitsch. Duane Hanson falleció en 1996 sin conocer a nuestra primera dama, sin ver un solo programa del Big Brother o la Academia, murió sin conocer a Jolette o Elba Esther Gordillo. Lástima. México habría sido una mina de oro en su afanosa búsqueda de lo tristemente humano y ostensiblemente kitsch.
PARPADEO FINAL
Ah, pero el burro hablando de orejas, que también uno tiene sus finuras y aunque he procurado poner bellezas en mi entendimiento (a lo Sor Juana) también mi entendimiento sucumbe a las bellezas de la cumbia y en mi alma se debaten Rigo Tovar y Octavio Paz en un cruento mano a mano entre el kitsch y el neoclásico. Francamente, no creo que esto lleve a nada bueno. Mejor ya vámonos (y si voluntariamente deseas autoflagelarte, el próximo jueves puedes volver a leerme). ¡Feliz semana!
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