Un clásico es algo que todo mundo sabe, pero que muy pocos o casi nadie realmente conoce. El tomo completo del Quijote de la Mancha puede pasar años o décadas en nuestros libreros sin que osemos abrirlo, ya que estamos de antemano acalambrados por las quinientas páginas y la perspectiva de ponerse a descifrar un español antiguo, complejo y churrigueresco. Por ahí nos enteramos que hubo un tal Andrei Tarkovsky que fue un genio del cine, aunque corra el rumor de que sus películas son genuinos tabiques de tres horas copeteadas de rollos trascendentales y crípticos. Un clásico es aquella obra o conjunto de obras aplaudidas de manera universal, ya sea por aquéllos que la han explorado o por los que prefieren poner tierra de por medio sin olvidar echar dos o tres porras para no pasar por absolutos ignorantes.
Por mi parte ya me fumigué todas las películas de Tarkovsky y aunque a veces se pone espeso cual atole cuajado en general resulta ameno, pasmoso, profundamente humano. Eso sí, pone a trabajar en tiempo extra a las neuronas (las mías no conocen mucha actividad, así que se agradece esa calistenia).
Del Quijote pues me lancé en frío a leerlo y me encontré con un texto riquísimo, ameno, gracioso, en fin, que como andamos en el Cuarto Centenario del Quijote resulta ocioso tirar aún más adjetivos, baste decir que está perrononón (escala canina para calificar las cosas: bueno o perrón, excelente o perronón y excepcional o perrononón). Los clásicos pueden abrir un itinerario para fascinantes viajes (y el diablito de mi oído izquierdo me dice ?ándele, a ver, chútese las veintitantas horas de ópera del Anillo de los Nibelungos de Wagner, a ver si tan chidos los clásicos?).
Bueno, la cuestión es que el viernes pasado, al iniciar la función de la película La Quimera de Oro, filmada por Charles Chaplin en 1925 anunciaron que, por esta ocasión, se presentaba la versión íntegra del filme, con 97 minutos de duración y acompañada en vivo por la pianista Deborah Silberman. Tragué saliva: me gustaba la idea de cine mudo con piano en vivo, pero 97 minutos me sonó a una eternidad, aunque se tratara del mismísimo Chaplin. Sudor frío y súbito terror a los clásicos antes de empezar la función. A los pocos minutos mi sistema nervioso agarró tono de acordeón, mi abdomen sufría espasmos entrecortados, los músculos pélvicos agarraban un hipo de aquéllos y las paredes de la vejiga empezaron a colapsar, en resumen: me estaba orinando de risa. Tal como se oye. El placentero suplicio duró 97 minutos, mismos que Deborah Silberman pasó frente al piano desempeñándose de forma excelente. Su actuación fue impecable y supo con sabiduría ser sutil y enfática, acompañando a las imágenes con música que subrayaba las acciones y se retiraba discretamente cuando era preciso. De Chaplin no hay mucho más que agregar a lo dicho en las últimas ocho décadas: el tipo era un genio. Sus bromas y escenificaciones siguen siendo efectivas y la mejor prueba de ello fueron las carcajadas generales del público lagunero que confirman aquella frase de cajón: un clásico no pasa de moda. Acercarse a los clásicos: Chaplin, Wagner, Tarkovsky, Mozart. Ah y a los otros clásicos más raspas también: Acerina, Pérez Prado, Elvis. Para aquéllos que sienten una flojera cósmica para entrarle a los clásicos sirve aquella frase que dice: ?Si la cultura es cara, dime cuánto cuesta la ignorancia?. Hay que invertirle tiempo, a fin de cuentas las grandes obras son también obras humanas, voces lejanas, dignas de ser escuchadas. Siempre será un placer saborear las obras que han resistido el paso del tiempo. Terminar con esta moraleja será una forma clásica, un toque final de distinción a esta dudosa columna. Por lo tanto, aquí termino: tan tan.
PARPADEO FINAL
Cierto es que se debe observar una distancia ética cuando se tiene el privilegio de publicar en un diario como El Siglo de Torreón y procurar no manchar esta tribuna con pueriles problemas personales pero: ¡¿Quién rábanos es Fernando Robles que me llegan órdenes de embargo a SU nombre en MI casa?¡ ¿Quién? La Ley cree que soy Fernando pero no, soy Miguel, no hice nada, no debo nada. Una lágrima de impotencia a lo Candy Candy arrasa mis ojos. Entre un millón de laguneros debe haber más de un Fernando Robles: a ver, el que debe tres camisas y una lavadora que levante la mano pa?que lo vea. Ah, la gandallez, el descuido, los clásicos problemas de esta existencia (suspiro desanimado).
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