La Ley del Universo, según me contó mi abuela, contempla dos opciones: nacer con estrella y nacer estrellado. A mi consideración ambas convergen en determinados momentos. Cuando yo hacía un dibujo bonito mi abuela casi señalaba la estrella de mi nacimiento. Si tiraba la jarra del agua sobre el mantel, entonces sí, escuincle estrellado y bueno para nada. Un buen ejemplo (entre los innumerables posibles) de esta doble cualidad puede ser Felipe IV, rey de España (nacido en Valladolid en 1605). Podríamos decir, dada su sangre azul y su destino imperial, que nació con estrella. Sin embargo la realidad era otra. Durante su reinado decidió poner la economía en orden tomando como modelo estratégico el mercantilismo holandés. Para esto puso al mando de la nave al Conde Duque de Olivares, que era un tipo bastante gandallón.
No había mucha tela de dónde cortar si consideramos que el propio Felipe IV era mujeriego y holgazán. Su hábitat eran los reventones en el palacio del Escorial. Su Gobierno había trazado una línea de trabajo administrativa con promesas de eficacia, racionalización de los gastos de Gobierno y recaudación fiscal pero entre tanto inepto, las buenas intenciones no valieron un centavo (¿les suena conocido esto?). Por su parte el Conde Duque de Olivares se embarcó en guerras donde por lo general le rompían la crisma. De hecho, a estos benditos señores que aparte eran genuinos estúpidos como diplomáticos, se les ocurrió armarle el pancho a Francia con lo cual vino una guerra carísima y dolorosa. En 1665 murió Felipe IV dejando atrás 44 años de guerra ininterrumpida, deudas, excesos, pésimos manejos administrativos, mala fama, en fin, puras mermas. ¿Y por qué este breviario histórico?, bueno, don Felipe también tuvo una estrella en la forma de Diego de Velásquez, gloria de la pintura española del siglo XVII. Sus retratos del monarca y el conde Duque de Olivares, enmarcados en paisajes infinitos y corceles gloriosos los hacen ver como lo opuesto de lo que fueron: seres míticos, líderes sobrehumanos. Y qué se puede decir de la familia del rey en las meninas un cuadro que no es más que un momento íntimo, transformado por arte de la pintura en escenario alquímico. La presencia en la corte del genio de Diego Velásquez perpetuó en el tiempo el rostro de un monarca que no mereció ni otorgó el menor respeto a su pueblo. Sin embargo supo lo que tenía con Diego Velásquez, a quien protegió y distinguió en varias ocasiones.
Toda ésta es una parábola de las relaciones entre el arte y la política. Mal o bien, los artistas dependen, como cualquier ciudadano, de los favores y los caprichos de los poderosos. Los pintores retratan los gustos de la nobleza, son símbolo de status pero también son contestatarios y respondones. Son, en resumen, los eternos observadores. Por eso, mi amadísima Paty, es que escribo de López Obrador y Fox y Martita. Porque son telenovela y son gente que a mi parecer, sin saberlo y sin quererlo dan la pauta y el contexto en el que desarrollamos nuestro trabajo. La producción artística de hoy, mal o bien se enmarcará en un periodo de transición social y de Gobierno y si por rebotes o méritos se conserva el nombre de un artista en la memoria colectiva, llevará también el sello de su tiempo y su Gobierno. Ni modo, los artistas, como todo humano, son seres con estrella que por algún lado, inevitablemente, salen estrellados.
PARPADEO FINAL
Oh, pero qué profunda, sesuda y por demás barroca reflexión. Hay que volver a la vida, dar paso al verdadero yo, sacar el cobre que de naturaleza me engalana. Si la mala fortuna te ha llevado a leer esta Crónica sépase que a estas alturas traigo una desvelada de los mil diablos por haberme chutado la premier de Star Wars a la medianoche. Sí, es miércoles y la ansiedad me carcome. Con toda certeza el próximo jueves dedicaré esta columna al master Yoda. Ah, la ñoñez, la emoción. En fin, salud y nos leemos el próximo jueves. May the force be with you.
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