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Crónica del Ojo / QUÉ BONITO ES LO BONITO

Miguel Canseco

Una buena manera de entretenerse durante toda una vida es buscando la piedra angular de las artes: la belleza. La mentada palabra designa una sensación cuya existencia conocemos, pero cuando tratamos de ponerla en el cautiverio de la razón se muere o desaparece. La cacería de la belleza emprendida por los filósofos, poetas, escultores, pintores y anexas ha tenido unos resultados irregulares pero esclarecedores. Nos hemos pasado siglos en esta lucha y las opiniones se dividen. Muchos coincidimos al pensar que los griegos y los italianos del Renacimiento eran duchos en el tema, pero no fueron, de ninguna manera los únicos. Afortunadamente el asunto está lleno de matices y podemos encontrar la hermosura sacra de una pintura de Rafael y el brillo aterciopelado del mal y la muerte, como expresiones de la belleza en las obras de los poetas románticos o los pintores prerrafaelitas.

Nuestro laureado Gabriel Orozco señala que la belleza existe, por breves instantes, en el hálito humano sobre la negrura de un piano y Félix González Torres la encierra en la fotografía de un lecho abandonado. Aquí viene una de las grandes recompensas de esta búsqueda: saber que la belleza efectivamente puede habitar en todas partes si se le sabe ver, que asomará su cabeza si se practican los rituales pertinentes. Kafka supo encontrarla (de un modo angustioso) en las murallas y las paredes opresivas de la burocracia y el totalitarismo. Van Gogh la pintó revolviéndose en los cipreses y los campos incendiados por su esquizofrenia. Giorgio Morandi la atrapó en los enseres de cocina, latas y botellas más humildes.

La belleza está en las casas, en las calles (cualquiera que éstas sean), en la paz y la guerra, en lo que nace, lo que muere, lo que se construye y lo destruido. Su presencia sosiega y duele, da esperanza o la arranca por completo. Y entrado en misticismos me atrevo a tirar mi muy personal y campirana definición de belleza. Cabe aclarar que a estas alturas me he fumado libros de muchos calibres al respecto, todos ellos, en mayor o menor medida, poseedores de la neta. Estas lecturas me han sumergido en una confusión cada vez mayor, pero de este despapaye mental se han desprendido pequeñas certezas. Para mí la belleza es la conciencia de la armonía, incluso, donde parece no haberla. Ejemplifico: si uno viaja a París como un servidor, teniendo como único punto de referencia las calles de su colonia, pues es natural que se destile baba y se camine en éxtasis durante un buen rato. Pero al pasar por mi calle, Aldama y seis, digamos, entonces resulta un genuino reto descubrir dónde se encuentra la belleza. Yo la encuentro en la Virgen de Guadalupe exquisitamente mal pintada sobre la pared de una dulcería. O en las grietas del pavimento, o los cúmulos de cascajo que parecen cordilleras en miniatura.

Y poniéndose más espesos, después de estudiar retrato, uno descubre que ningún rostro humano es realmente feo. Cierto, hay rasgos angélicos, simiescos, beatos y terroríficos, pero la piel y los músculos que la activan, son receptáculo de historias y emociones y éstas siempre resultan interesantes y significativas, por lo tanto, a mi muy personal consideración, son bellas. Y rematando con un karatazo Confucionista, si hay conciencia de la armonía hay comprensión y si existe la comprensión y el conocimiento, entonces hay una ética que hace posible la vida en paz. Veamos pues: frente a un jardín queda el sosiego de la belleza. Frente a unas ruinas queda la inteligencia y la imaginación, como medios para transformar las cosas frente a los ojos y el alma. La belleza, entonces, está siempre en el espectador. Y hago todas estas reflexiones desmañanadas solamente para desearte un 2006, a la manera de Sor Juana, lleno de bellezas en el entendimiento. Estamos vivos, tenemos cuates, queremos hay quien nos quiere. ¡Qué bonito es lo bonito! Venga pues el próximo año con lo que tenga que venir.

PARPADEO FINAL

Sí, después de varios meses de soba y trajín vienen unos días de sosiego, descanso y calma chicha. Básicamente, los últimos tres días he tenido tres actividades: comer, dormir y leer. Y en este último rubro me he encontrado (gracias a Paty, claro) con El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. Así que si tienes algún regalo rezagado este sabrosísimo librín te puede sacar de un apuro muy dignamente. Sea pues, felices fiestas, la próxima columna ya es de 2006. Hasta entonces, nos seguimos leyendo.

E-mail: cronicadelojo@hotmail.com

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