A lrededor de los preparativos para escoger a los candidatos en los tres partidos políticos, que han demostrado en pasados comicios tener mayor fuerza, están sucediendo acontecimientos que llenan de ansiedad a los politólogos que no alcanzan a desentrañar qué pasará cuando al fin se enfrenten, los que ahora aparecen en el panorama nacional como favoritos, en los debates que, de acuerdo con la modernidad, usted podrá tenerlos en casa, con sólo oprimir un botón de su control remoto, de tal manera que podrá juzgar cuál es el que más le llena el ojo.
Es evidente que no hay mucha diferencia entre uno y otro, quizá en el uso de la retórica se encuentren los detalles que hagan sobresalir a alguno, sin que ello signifique que por ser bueno para el uso de la palabra la pueda lograr para ser considerado como un buen gobernante.
Lo importantes sería hurgar en sus circunvoluciones cerebrales de tal manera que los ciudadanos pudiéramos saber cuáles son sus verdaderas capacidades. Lo que es difícil, si no es que imposible, averiguarlo en dos o tres aburridas y desangeladas sesiones.
Tomemos lo que aconteció en el reciente pasado. Los candidatos permanecían parados detrás de los atriles en los que se hallaban micrófonos que difundían, tanto al público que asistió al evento como a los televidentes, las incidencias, de las que tomaban nota los reporteros con sus grabadoras portátiles. Eran tres los aspirantes a la Presidencia de la República. A la derecha aparecía un hombre de izquierda, al que Dios no le dotó del don de la polémica, por lo que el hombre parado a la izquierda que es de derecha, con abundantes barbas que le dan el aspecto siniestro que le acomoda perfectamente a su hosco carácter, le formulaba graves imputaciones que al otro le hacían subir los colores al rostro, sin que atinara a responder con coherencia.
El personaje de en medio parecía no saber qué estaba haciendo en ese lugar, cuando bien podía estar buceando en algún banco coralífero, ni qué debería decir, por lo que se concretaba a balbucear lo que le habían escrito, frases manidas, sobadas, trilladas, que no decían nada ni tenían relación con la controversia que se estaba planteando. Usted ya se habrá dado cuenta que este último es quien ganaría las elecciones.
Luego, los debates, que se hacen para deleitar, persuadir o conmover al auditorio, no son el vehículo apropiado para que el elector se pueda enterar de las virtudes o defectos de los candidatos. Es el mismo caso, me figuro, al que los jóvenes, de uno y otro sexo, recurren en esa mística ceremonia, en la que se entregan las arras, se colocan los anillos y se juran ante Dios no separarse jamás, que pervive en los seres humanos desde el principio de los tiempos, cuando la naturaleza nubla los sentidos, sin que se lleguen a conocer del todo, si no hasta que, pasada la farragosa época del noviazgo, viven juntos y duermen en una misma cama, como marido y mujer.
Así, cuando vamos a las urnas y cruzamos el círculo en la boleta electoral. Tenemos una imagen, por lo común distorsionada, de la persona que enseña su dentadura simulando que le alegra verse rodeada del pueblo, demostrando, al besar niños tripones por la desnutrición, su inmenso amor a la humanidad. Es el candidato que no enseña su verdadero carácter hasta que se sienta en la silla del mando. Lo único malo, distinto a lo que sucede en un matrimonio, es que la separación sólo se da si hay una revuelta. Es decir, si hay balazos de por medio.
Cómo saber entonces ¿cuál es el macizo? ¿Santiago, Roberto o Andrés Manuel? Las encuestas dicen una cosa, pero a la distancia de casi un año sería arriesgado hacer un pronóstico que resulte acertado al final. Tantos imponderables que pueden presentarse pueden echar por la borda al mejor de los candidatos. En política es todo tan confuso, hay tantos intereses en juego, que nadie debe sentirse seguro, ni nadie descartado.
Nomás me acuerdo haber leído de la vez en que el tren abandonó la estación de Buenavista (marzo 1929), los convencionistas gritaban a todo pulmón el nombre de Aarón Sáenz como el único candidato que podía llevar al triunfo a su partido político. Llevaban mantas, banderines y pegatinas con la cara y el nombre agregados. Así, subieron presurosos a los carros del ferrocarril, riendo y jugueteando como niños de párvulos. ¡Oh! manes del destino, bajando en los patios de Querétaro, sin rubor en las mejillas, las voces aclamaban bulliciosos a Pascual Ortiz Rubio como el candidato ideal. Pensará Usted, amable lector, que eran otros tiempos, a lo que me veré en la necesidad de sacarlo de su error. Es cierto, los tiempos son otros, pero las mañas siguen siendo las mismas.