La peor tragedia tiende a volverse un dato. Con rapidez la estadística muta en costumbre. De tanto escuchar los horrores, una dureza, como un callo, aparece por allí, probablemente cerca del alma. Su misión es impedir que los nuevos e infinitos golpes calen. Al cabo del tiempo, cubiertos de insensibilidades, rodeados por una coraza de la que no tenemos conciencia, caminamos por la vida ignorando a voluntad todo aquello que nos duele. Maltrato infantil, mortalidad materna, violencia intrafamiliar, por no hablar de hambre, las tragedias se convierten en cifra y dejan de tener rostro, se vuelven un referente abstracto, útil pero inhumano. Agréguese como episodio tangencial a las muertas de Juárez o la pornografía infantil y comprenderemos por qué deshumanizarse es humano.
Ya en ese estado de defensa, también dejamos ir aquellas noticias que deberían alentarnos. Por ejemplo, hace unos días el Comité Técnico para la Medición de la Pobreza informó de una sensible disminución en el número de pobres de nuestro país: 3.5 millones. Explicaciones hay varias: la acertada continuidad en las políticas de atención, el crecimiento, escaso pero crecimiento, etc. La discusión acerca del impacto de las remesas sigue. No son tantas como creíamos, pero siguen siendo muchos dólares que, con frecuencia, va a dar a los hogares más pobres. En fin, los tecnicismos están como siempre allí. También el escepticismo bien fundado que hizo que la nota se perdiera en el caudal de información sobre narcoviolencia. No hay espacio para las emociones sociales. Es mejor cancelar ese expediente que sufrir día a día por nuestros horrores. En esa actitud defensiva no sólo perdemos la capacidad de leer a México con seriedad. En el torbellino también perdemos la lectura de nosotros mismos.
Una nación se construye de emociones comunes. Si no mal recuerdo la expresión es de Tocqueville. Uno de los pilares más poderosos en la edificación de un estado es la idea de un futuro compartido, que todos estamos construyendo. De allí el lugar común, no por común menos válido, de pensar en los hijos. ¿Qué país le vamos a heredar a nuestros hijos de no controlarse la violencia? ¿En qué país van a vivir nuestros hijos si las normas no se cumplen? La lista de reflexiones a nombre de las próximas generaciones es infinita. Ya no es por nosotros, es por ellos y señalamos a la prole que nos rodea. Pero en realidad México lleva tiempo perdiendo a sus hijos. Recientemente Rodolfo Tuirán, conocido demógrafo y hoy subsecretario, nos recordaba las proyecciones. Hace un cuarto de siglo, en 1980, alrededor de 40 mil mexicanos migraban a Estados Unidos anualmente. En 2005 la cifra rondaría los 485 mil. De seguir así en 25 años la cifra de mexicanos emigrados se duplicará.
Pero la migración de mexicanos pobres, de aquellos atrapados por el ocaso de sector campesino frente al México urbano, industrial y de servicios, es una lacerante e inevitable condición del desarrollo. Con baja escolaridad y nulas posibilidades de perpetuarse en su forma de vida, la migración campo-ciudad y hacia el exterior en busca de nuevos horizontes es una amarga experiencia que han sufrido y sufren muchas naciones. Recordemos las descripciones del París de finales del siglo XVIII, las de Dickens sobre la Inglaterra del XIX o los millones de irlandeses que tuvieron que ir a buscar un nuevo hogar. Como nación fuimos incapaces de retenerlos, jóvenes mexicanos, enjundiosos y trabajadores, que perdimos. Eran los hijos de México y se fueron.
Pero últimamente el asunto es aún más emblemático. Cada mexicano que se va es un hijo de una nación quebrada, un emigrante que nos recuerda: quiero un mejor futuro y ustedes aquí han sido incapaces de brindármelo. Pero claro en un país asediado por la injusticia, con una de las peores distribuciones del ingreso del mundo, el futuro era bastante negro para muchos pero prometedor para otros. El México que expulsó millones de pobres que no vieron un horizonte de desarrollo personal y familiar, fue el mismo país que vio crecer horizontalmente esperanzados a sus segmentos de ingresos medios y, por supuesto, la aparición de nuevas grandes fortunas. Pero no caigamos en el regodeo de criticar a las excepciones que poco explican. Observemos a esa generalidad que no está en los extremos. Los segmentos de ingresos medios, en donde no hay carencias pero tampoco abundancia, son el México al que podemos aspirar. De estos hijos de México, a diferencia de los pobres, uno supondría que tienen las puertas parcialmente abiertas, tienen educación, conocimientos, información del mundo y un futuro en el que ya no deberían tener demasiados miedos. Y sin embargo se están yendo.
Les pagué educación a los cuatro y dos ya se me fueron, me dice un padre dolido y angustiado. Cada vez con mayor frecuencia escucha uno casos de jóvenes profesionistas que salen a continuar sus estudios en el exterior, qué bien, salvo que salen para no regresar. Recientemente una investigación del INEGI mostraba el cambio en los niveles de escolaridad de esos hijos perdidos. Además de ser mexicanos arrojados hoy son también preparados. No es poco común que los propios padres los lancen con tono de preocupación y esperanza mezcladas. Quién sabe si se puedan quedar aquí, más vale que se preparen bien y hablen inglés cuando menos. Son científicos, sí, pero también artistas, arquitectos, administradores, técnicos en computación, comerciantes, abogados, lo que sea. No es que una rama de actividad se nos haya quedado atrás, es que el país no les garantiza.
¿Qué no les garantiza? No hay seguridad mínima y eso ha ahuyentado a cientos de miles. ¿De qué nos espantamos de lo dicho por el embajador estadounidense si los propios mexicanos estamos huyendo de la violencia? Familias enteras han salido por ese motivo, las secuelas de secuestros, robos, violaciones y demás están allí. Pero México tampoco les garantiza justicia. Individuos atracados, familias despojadas, propietarios maltratados, empresas víctimas de la corrupción, el abuso sin fronteras partidarias. Por si fuera poco el país está detenido por disputas estériles y una epidemia de miopía. Hace más de diez años que México no ve una reforma de fondo. Mientras muchos países corren hacia la prosperidad, los mexicanos nos seguimos picando los ojos. Una clase gobernante profundamente desprestigiada, un servicio público vilipendiado desde el propio poder, las empresas brincando de crisis en crisis ¿por qué habrían de quedarse?
Pero quizá lo más grave no sea la lista de conocidos problemas y carencias nacionales. Lo más grave es el vacío. México ya no les ofrece un proyecto de vida, una emoción por la cual quedarse. No participan en la construcción de algo, instituciones, empresas y en cambio la destrucción generalizada pareciera no tener límites. Emocionalmente ya están afuera y todos somos responsables. La salida de los hijos nos encamina a la miseria como nación. El peor signo de los tiempos es ese vacío, un vacío tan profundo que hasta los hijos se van.