Sitios especiales.
Un día estuvimos en ellos, y nos dejaron recuerdos imborrables.
Desde la niñez, cuando entrábamos a alguna casa de nuestro pueblo, donde antes no habíamos estado, de pronto sentíamos la impresión de haber estado ahí. Eso nos impactaba y nos motivaba a conocer mejor el lugar.
Éramos muy pequeños y un día entramos a la casa de Nina Fernández. Vivía cerca de los abuelos paternos y desde la entrada todo nos cautivó.
Vivienda pequeña pero muy limpia, muy ordenada, con flores naturales y de papel o tela por todas partes, lo que se repetía en los cuadros de las paredes, donde también había retratos.
Esa noche, con nuestra mente volvimos a recorrer toda la casa y a tratar de encontrarle una respuesta a nuestra pregunta de ¿por qué nos había impresionado?
Nina vivía sola pero debió ser guapa porque conservaba un porte de gran dama.
Y pensamos entonces: si tuviéramos una casa propia, nos gustaría que fuera igualita a la de Nina, pequeña, bien ordenada, muy limpia, con todo en su lugar, sin más ni menos cosas, sólo las indispensables para vivir bien.
Otros sitios que nos gustaban e impactaban eran las casas de los abuelos. En una de ella nacimos y en la otra crecimos.
La primera, la del lado paterno debió ser en su tiempo el aposento de mucha gente, pues tenía habitaciones por todos lados y algunos los derribó el tiempo y los convirtió en tapias por donde pasábamos para ir al corral donde se guardaba el ganado vacuno, destinado al consumo familiar, tanto de leche como de carne. Cerca estaban las minas que dieron origen a la población, ya para entonces en reposo, con sus grandes boquetes custodiados por gigantescos muros de adobe.
La del lado materno estaba frente a la plaza principal. Muy grande, casi un cuarto de manzana, también con muchas habitaciones, muchas bodegas y una gran tienda. Pero de todo el gran complejo nuestro lugar favorito era la panadería, donde sus operadores nos complacían elaborando el pan que más se nos antojaba cada día.
Y de los lugares abiertos, al aire, nuestros favoritos eran la Huerta Grande donde por veinte centavos uno comía de todo y la de don Eligio González, donde entrábamos muchas veces sin pagar un centavo, respetando la consigna que nos repetía su dueño y que decía: ?coman, coman pero no lleven?.
Usted seguramente tendrá también sus lugares inolvidables.