Por gracia singular los tres más destacados precandidatos presidenciales obtuvieron el don muy especial de poder presentarse ante el Creador para exponerle sus planes de gobierno y tratar de ganar cada uno el apoyo divino a su candidatura. San Pedro, portero de la mansión eterna, introdujo a Creel, Madrazo y López Obrador a la presencia del Altísimo, que los recibió sentado en el trono celestial. Habló primero Creel y dijo a Dios: "Apóyame, Señor, en mi propósito de fortalecer la democracia". Madrazo habló enseguida y dijo a Dios: "Apóyame, Señor, en mi propósito de fortalecer nuestro nacionalismo". Habló por último López Obrador y dijo a Dios: "Quítate; estás sentado en mi lugar". Este relato -posiblemente apócrifo- sirve para ilustrar el mesianismo del Jefe de Gobierno del Distrito Federal, y su actitud de iluminado. Varios recursos le ofrece la ley para oponerse al desafuero, pero él se niega sistemáticamente a usarlos, y en lugar de hacer su defensa por la vía jurídica convoca al pueblo a defenderlo por medio de movilizaciones que llama "pacíficas", pero que ni siquiera él mismo puede garantizar que lo serán. La mayor felicidad de AMLO sería ir a la cárcel. No la merece, ciertamente, pues la prisión injusta es para auténticos luchadores de la justicia -Thoreau, Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela-, no para quienes deliberadamente buscan ser víctimas para luego volverse victimarios de aquellos que se les opusieron. Sigo sosteniendo que a López Obrador se le ha de vencer en las urnas: enfrentarlo así es para sus adversarios, y para el mismo País, asumir los riesgos de la democracia. Andrés Manuel López Obrador es eso: un riesgo traído por esa democracia en cuya construcción él jamás participó, y de la cual ahora se beneficia. Sostengo también, sin embargo, que la ley se le debe aplicar con rectitud, sean cuales fueren las consecuencias de esa aplicación, incluído entre ellas el desafuero. Mientras tanto a López Obrador le cuadra bien un adjetivo que antes se usaba mucho y que con su actitud vuelve a cobrar vigencia: el de provocador... Doña Picia iba pasando por una tienda de mascotas en cuya puerta el dueño tenía un periquito. Al ver a la señora el loro le gritó: "¡Oye! ¡Qué fea estás!". Se encalabrinó doña Picia al escuchar aquel dicterio, pero no hizo nada. Al día siguiente volvió a pasar por ahí, pues era el camino obligado para ir a su trabajo. Y otra vez el cotorro: "¡Oye! ¡Qué fea estás!". Apretó doña Picia los dientes, el paso y todo lo demás, y sin hacer caso a la majadería del pajarraco siguió por su camino. Al día siguiente volvió a suceder lo mismo: vio el perico a doña Picia y le gritó de nuevo: "¡Oye! ¡Qué fea estás!". Ya no se pudo ella contener. Entró a la tienda, le contó al dueño lo que sucedía y lo amenazó con demandarlo si otra vez el cotorro volvía a insultarla. "Perdone usted, señora -se disculpó el propietario-. Le aseguro que esto no se volverá a repetir". Al día siguiente pasó de nuevo doña Picia por la tienda. La ve el perico y le grita: "¡Oye! ¡Ya sabes, ¿eh?!"... Clorilia contestó el teléfono. Quien llamaba era el doctor de su marido. Le dice el galeno: "Los exámenes clínicos de su esposo se nos revolvieron con otros, y ahora no sabemos si su marido tiene sida o tiene Alzheimer". "¡Mano Poderosa! -exclama Clorilia, que usaba como interjecciones las jaculatorias oídas en labios de su abuela-. ¿Qué se puede hacer, doctor?". "Se me ocurre una idea -propone el facultativo-. Lleve a su esposo al centro de la ciudad y déjelo ahí. Si vuelve a la casa por su cuenta ya no folle con él"... FIN.