San Amós es un santo casi desconocido. Profeta de los llamados menores, fue hombre relativamente rico: tenía ganado, y un bosque de sicomoros cuya corteza vendía para forrajes, y su madera ?tan incorruptible- para labrar ataúdes. Ya se sabe que el dinero no compra la felicidad, sobre todo si es poco. Amós, nacido cerca de Belén, vivía insatisfecho a causa de las injustas estructuras económicas de su tiempo. Decía que tales estructuras habían creado "un reino de violencia que impide la compasión solidaria". Como se ve, nada ha cambiado desde entonces. Esa insatisfacción le ganó la santidad (la gente satisfecha no llega a los altares). Pero voy a mi relato. En un pequeño pueblo vivía una madura señorita soltera muy devota de San Amós. Se llamaba Solicia Sinpitier. Poseía ese atractivo que tienen las mujeres a los 40 años. (También lo tienen, a los ojos de los hombres sabios, a los 20, a los 30, a los 50, a los 60, a los 70, a los 80, etcétera). Así, no es de extrañar que un agente de ventas apellidado Roz se fijara en ella cuando llegó al pueblito en viaje de negocios. Se las arregló el vendedor para amistar con ella, y a poco de tratarla le pidió la dación de su más íntimo tesoro. Solicia se negó a hacer renuncia de su doncellez, que guardaba para entregarla a aquél a quien daría el dulcísimo título de esposo. Pero el galán era seductor y tesonero; plazas mejor defendidas había rendido ya. Supo que la muchacha iba todos los días a la iglesia parroquial a rezarle a San Amós, y una mañana se ocultó atrás de la imagen del profeta. Cuando llegó Solicia y se postró ante el santo el salaz vendedor le habló desde su escondite con tono grave y majestuoso. Le dijo así: "Solicia: oye mi voz. Te habla San Amós. Dale aquellito al señor Roz". Ella se asustó bastante, pues jamás pensó que escucharía en voz del santo aquella pecaminosa incitación. Pero creyó en la seña, y aquella misma noche le entregó a su cortejador la fortaleza que tan celosamente había custodiado. Y le gustó la entrega, hay que decirlo. Tanto que todos los días la renovaba. De continuo asediaba al viajante pidiéndole que otra vez, y otra, y otra, volviera a tomar la fortaleza. Lo buscaba a mañana, tarde y noche, y el consumido agente se veía en la obligación de tomar varias veces cada día lo que antes había apetecido y ahora lo traía derrengado. Ya andaba todo entelerido el infeliz; parecía la sombra de su sombra. Un día el lacerado ya no pudo más. Se puso otra vez tras de la estatua del santito, y cuando llegó Solicia a cumplir su diaria devoción le habló de esta manera: "Solicia: oye mi voz. Te habla San Amós. Ya deja en paz al señor Roz". La fogosa muchacha quedó en suspenso al escuchar aquella admonición. Replicó tímidamente: "Pero, San Amós, tú me dijiste que le diera aquellito al señor Roz". Contesta el individuo con vehemencia: "¡Sí, por Dios, pero nomás una vez o dos!"... Queridos cuatro lectores míos: apliquemos el cuentecito a nuestra situación. Cosa muy necesaria es la política. (Lástima grande que los políticos la echen a perder). En México hemos enfermado de política. Lo que está sucediendo en el caso de López Obrador es palmaria evidencia del lamentable subdesarrollo en que vivimos. En lugar de ocuparnos de los graves problemas nacionales, en vez de trabajar por el bien de este pobre país, nos entregamos todos, y del todo, a seguir las incidencias del ya cargante folletón que tiene como protagonista único a AMLO, que no es un estadista, ni un reformador, ni el adalid de una gran causa o una noble idea, sino un político más entre los muchos cuya ansia de poder tiene convertida en herradero a la República. Hay que hablar de López Obrador, sí, pero nomás una vez o dos, y el resto del tiempo dedicarlo a trabajar en bien de México. Por lo demás ¿qué pasará hoy? No soy profeta, ni siquiera menor como es Amós, pero me atrevo a suponer que lo que pasará es que no pasará nada. Y que a final de cuentas, pase lo que pase, nada pasará... FIN.