La muerte de Juan Pablo II es triste acontecimiento para la Iglesia y para el mundo. Ningún personaje en las últimas décadas del siglo veinte se puede comparar a este hombre bueno que hizo de las virtudes teologales -fe, esperanza y amor- instrumentos para la humanización de nuestro tiempo. Ni los más poderosos militares ni los más encumbrados estadistas pudieron alcanzar lo que Karol Wojtyla consiguió sin más fuerza que la de su figura y su palabra. Tengo una idea heterodoxa acerca de este Papa. Creo que sus acciones de Pontífice no tuvieron su primera raíz en la religión, sino en el arte. Antes de ser Papa fue poeta, y mantuvo esa vocación hasta el final. La cualidad primera del poeta es el amor, y la vida de Juan Pablo II, lo mismo que su doctrina, sus peregrinaciones y sus quehaceres eclesiales todos, estuvo fincada en el amor a la criatura humana. Precisamente porque amó tanto fue tan amado. Convocaba multitudes; los grandes de la tierra le mostraban consideración y acatamiento más allá de todo credo y toda ideología. Conservador de tradiciones, fue también un renovador de actitudes pontificias. Viajó por muchas partes, y a todas llevó el mismo mensaje: el de la dignidad del hombre y su valía por encima de cualquiera de los poderes temporales. Fue un promotor incansable de la libertad. El suceso mayor en las décadas finales del pasado siglo, la caída de los regímenes totalitarios en Europa del Este, con el acabamiento y desaparición de los gobiernos emanados del comunismo soviético, no habría sido posible sin la eficaz acción de este hombre que supo de opresiones y que por tanto luchó con denodado esfuerzo contra la opresión. Desde ese punto de vista Juan Pablo II no es sólo una figura de la Iglesia: es también un personaje de la Historia. Y sin embargo su notable calidad de hombre de Estado, de político eminente, no es -a mi juicio- el mérito mayor del Papa muerto. Pienso que su más alta dignidad deriva del hecho de que supo pedir perdón. Esa humildad, la del hombre que pide ser perdonado, lo exaltó y le dio relevancia ante los líderes del mundo, lo mismo religiosos que civiles. Reconoció Juan Pablo los yerros de la Iglesia, y lo hizo sin vanos efectismos, con sinceridad. Reivindicó figuras que habían sido objeto de condena, como Galileo; pidió perdón a los judíos por las culpas de acción y de omisión cometidas por los cristianos contra ellos, y erradicó por siempre la injusta acusación -mantenida por siglos en los textos de la liturgia- que marcaba a los hebreos como causantes de la muerte de Jesús. Su visita a la sinagoga de Roma fue conmovedora, y más su presencia en el Muro de las Lamentaciones. Supo Juan Pablo que el perdón por nuestras faltas debe rogarse a Dios, dueño de todas las misericordias, pero que antes ha de pedirse a aquéllos a quienes nuestras culpas ofendieron, pues sin el perdón del hermano el Padre no puede perdonar. De ese gesto, el de aquél que pide perdón con arrepentimiento verdadero, emanó otra maravillosa acción del Pontífice polaco: su llamado a la reconciliación. Entabló diálogo con los guías espirituales no sólo de los cristianos no católicos, sino también de quienes profesan fe distinta, y mostró que puede haber entendimiento entre todos los hombres de buena voluntad, aunque los separen las fronteras, las lenguas, los credos religiosos y las ideologías políticas. El Papa sintió por México una dilección muy especial. Quizá en ninguna parte fue recibido como aquí. Hubo una plena comunión entre Juan Pablo y los mexicanos. Aquellos jubilosos gritos de amor entusiasmado le llegaron al corazón, y al alma de los católicos llegó aquella frase inolvidable suya: "México, siempre fiel". Su recuerdo quedará en nosotros, el recuerdo de un hombre extraordinario cuya mayor virtud fue la bondad... FIN.