La muerte del Papa Juan Pablo II ha puesto a los católicos en trance de considerar el asunto de la sucesión pontifical. Es inútil, desde luego, especular acerca de la persona que habrá de sustituir a Karol Wojtyla en el trono de San Pedro. Cualquier consideración que ahora se haga en torno de eso no pasará de ser mera elucubración. Es válido, sin embargo, emitir juicios, siquiera sean aventurados, sobre la tarea que aguarda al Papa que vendrá. Esos juicios necesariamente han de partir de la obra de su antecesor. Juan Pablo II fue un pontífice apegado estrictamente a la ortodoxia en temas que en estos años últimos han sido objeto de polémica entre los católicos: el aborto, la eutanasia, los medios de control de la natalidad, el divorcio, la homosexualidad, el papel de las mujeres en la Iglesia, el celibato sacerdotal, la investigación científica en el campo de la biología humana... En todas esas materias Juan Pablo mantuvo una actitud inflexible, y se ganó por eso fama de ultraconservador, y aun de intransigente. Sus posiciones lo enfrentaron a los propios fieles, y no cabe duda de que contribuyeron a que millones de católicos entraran en pugna con los principios sostenidos por su religión. Muchos de ellos han dejado la Iglesia por causa de ese enfrentamiento y de lo que consideran un atraso de la jerarquía en relación con cuestiones que a los laicos les parecen deben ser objeto ya de revisión. La posición del Papa no ha de extrañar a nadie: provenía de una iglesia tradicional, fundamentalista, la polaca. En su pontificado Juan Pablo no hizo sino aplicar los paradigmas aprendidos en su niñez y juventud. Por eso tuvo a su lado consejeros como Joseph Ratzinger, severo mantenedor de la ortodoxia y de la disciplina, artífice principal del actual Catecismo de la Iglesia, brazo castigador de disidencias y autor de las censuras y sanciones contra quienes osaban apartarse de la línea oficial del Vaticano. (El caso de Hans Küng es sólo uno entre muchos). Existe, sin embargo, inquietud grande entre numerosos católicos que advierten falta de comprensión, y aun de caridad, en el tratamiento de aquellos temas que no se pueden soslayar. En el pasado el Vaticano ha debido cambiar doctrinas que antes mantenía con firmeza. Ya no se esgrime ahora, por ejemplo, aquel duro principio: "Fuera de la Iglesia no hay salvación". Las tesis eclesiales que se oponían al racionalismo tuvieron que rendirse a la razón. Con el aggiornamento del Concilio Vaticano la Iglesia se modernizó tras de que tanto se había opuesto al modernismo. Juan Pablo II reconcilió a la Iglesia católica con los judíos, con los ortodoxos, y aun con los creyentes en doctrinas orientales. A juicio mío la misión del nuevo Papa debería ser -aunque suene extraño- reconciliar a la Iglesia católica con los católicos; oír sus reclamaciones, cada día más intensas, y mostrar mayor apertura en temas que los católicos han rebasado ya de facto, como es el uso de medios anticoncepcionales y de protección tachados por la Iglesia, entre ellos el condón, cuya prohibición por los jerarcas ha provocado innumerables muertes en los países subdesarrollados, sobre todo en África, por causa del Sida y al propiciar abortos clandestinos. En la política internacional Karol Wojtyla fue parte fundamental en la revolución que trajo consigo el acabamiento del comunismo soviético y de los regímenes totalitarios en los países de la Europa oriental. El nuevo Papa debe iniciar otra gran revolución, ahora dentro del seno de la Iglesia, que evite que la institución se siga debilitando por su falta de comprensión de las cosas actuales, y por poner la rigidez de las doctrinas por encima de la vida, de la justicia y del amor... FIN.