Vienen aquí dos cuentos de cuya veracidad no puedo responder, pero que son interesantes. A lo mejor mis cuatro lectores hallarán en ellos motivos para la reflexión. Uno alude a la celebración de hoy, Día del Trabajo; el otro narra un episodio en la vida de la señorita Peripalda, catequista. Vamos al primer relato, que algunos observadores con tufos de nacionalismo seguramente habrán de reprobar... Un mexicano se propuso pasar la frontera para ir a Estados Unidos, aunque no tenía los documentos necesarios para ingresar a ese país. Varias veces trató de cruzar el río Bravo, y otras tantas fue capturado por la Patrulla Fronteriza y deportado. Una tarde caminaba por la rivera, acechando la ocasión de intentar de nuevo el cruce, cuando vio brillar algo entre la arena. Aquel objeto era una extraña lámpara. La recogió, y para quitarle el limo la frotó vigorosamente. De la lámpara salió un genio oriental. "Me has liberado de mi prisión -le dice-. Pídeme dos deseos; te los concederé". Contesta el hombre: "Ya no quiero ser mexicano. Ahora quiero ser ciudadano americano". El genio hizo un movimiento con su mano y el mexicano se vio convertido en norteamericano, en un típico WASP: blanco, anglosajón y protestante. Pregunta el genio: "¿Cuál es tu segundo deseo?". Responde el individuo, hablando ya en perfecto inglés con acento bostoniano: "En todos los días que me queden de vida no quiero volver a trabajar". El genio hizo otro movimiento, y el norteamericano se vio de nuevo en México, y convertido otra vez en mexicano... Sigue ahora la narración de un interesante episodio en la vida de la señorita Peripalda. Ya sabemos que es catequista, célibe madura, llena de la pudicia y el recato que impone a las mujeres la vida en un pequeño y levítico pueblo regido todavía por las costumbres de antes. Compró ella un boleto de la rifa organizada por la cofradía de San Juan Bautista, patrono de los fontaneros, y su número salió premiado, cosa en verdad extraordinaria si se considera que la señorita Peripalda jamás había recibido nada de la vida, si se exceptúa la vida misma. El premio consistía en un viaje (en autobús) para una persona a la Ciudad de México, y estancia ahí durante cuatro días. Eso preocupó mucho a la señorita Peripalda, pues ansiaba disfrutar el premio, pero sabía que la Capital de la República, como toda gran metrópoli, es sitio donde abundan las ocasiones de pecado. Más todavía se angustió cuando supo que el hotel donde se alojaría estaba en la Zona Rosa. Había oído decir que, comparadas con ese lugar, las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra eran una inocente Disneylandia. Pero, en fin, no era cosa de dejar que se perdiera el premio. La señorita Peripalda se encomendó a Santa Eduwiges de Hungría, su celestial patrona, y a San Cristóbal, protector de los viajeros, y se colgó al cuello los benditos escapularios de todas las cofradías de que era socia. Así fornida emprendió el viaje a México. Regresó días después, y sus amiguitas le organizaron una merienda para darle la bienvenida y oír el relato de sus experiencias. Ante el silencio general empezó a narrar la señorita Peripalda con voz grave y solemne: "La Ciudad de México es una urbe de pecado. Lo que en ella vi no es para describirse, y si lo cuento es sólo porque ustedes me lo piden. Lo peor es esa horrible Zona Rosa. Hay ahí hombres que se besan con hombres. Les dicen ?gays?. Hay también mujeres que se besan con mujeres. Les dicen ?lesbianas?. Y hay hombres que por dinero les hacen el amor a mujeres que les pagan sus favores". "¡Qué barbaridad! exclama azorada una de las amigas-. Y a esos hombres ¿cómo les dicen?". Responde la señorita Peripalda: "No sé las demás mujeres. Yo al mío le decía: ?Papacito?"... FIN.