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Entre los partidarios de los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara circuló ayer una versión tendiente a explicar el origen de los cinco silbidos ("¡Fiu-fiu-fiu-fiu-fiu!") usados en las recordaciones maternales. No pude corroborar la validez de tal especie, por más que consulté diversos autores, desde antiguos cronistas hasta Hobo Blackfeet, moderno estudioso de los viajes, pasando por mi ilustre paisano Carlos Pereyra, de cuya pluma salió "La Conquista de las Rutas Oceánicas", seguramente la más bella y bien documentada historia que hay escrita acerca de las navegaciones portuguesas y españolas durante los siglos quince y dieciséis. Según los partidarios de los Tecos aquellos cinco silbidos mentatorios se originaron de la siguiente manera. Cuando las carabelas de Colón llegaron a tierras americanas, los aborígenes se acercaron a la playa, y escondidos atrás de los arbustos miraron con asombro y temor aquellos palacios flotantes que nunca jamás habían visto. De la nave capitana se desprendió una lancha a cuyo bordo iba Colón. Venía erguido el Almirante, con un pie apoyado en la prora de la pequeña embarcación. Llevaba en la diestra mano el estandarte de Aragón y Castilla, emblema de los Reyes Católicos. Silenciosos, inmóviles, sobrecogidos por el miedo que inspira lo desconocido, los indígenas seguían contemplando esa visión ignota desde sus escondites. Llegó la lancha a la orilla; de ella bajó Colón y puso pies en la desierta playa. Alzó los ojos al cielo en muda acción de gracias y luego, con fuerza de conquistador, clavó en la arena el lábaro de las Españas. Enseguida dio una fuerte voz que pudo oírse en todos los confines, y lanzó este grito de victoria: "¡América!". Y entonces se oyó, salido de atrás de los arbustos, un estentóreo coro de silbidos: "¡Fiu-fiu-fiu-fiu-fiu!". Así nació ese silbido denostoso. Tal, es al menos, la versión divulgada ayer en la Perla Tapatía por la afición de los Tecos. No me hago responsable de su veracidad, mi menos aún me solidarizo con su intención, si alguna lleva. Simplemente, a fuerza de ser un imparcial cronista, transcribo ese relato -quizá apócrifo- tal como lo escuché en Guadalajara, sin añadirle ni quitarle nada... Doña Frigidia hacía el amor con su marido cada visita de obispo. Quiero decir, en rarísimas ocasiones. Siempre encontraba la señora algún pretexto para eludir el cumplimiento del débito conyugal: ya era el aniversario de la despedida de Primo Carnera, ya era el cumpleaños de Hitler, ya era que el día anterior había subido el precio del tomate. Don Frustracio -así se llamaba el esposo de la fría señora- sobrellevaba con resignación esa penuria. Algo, sin embargo, lo encalabrinaba: en la pocas ocasiones en que su mujer accedía al consorcio matrimonial llevaba con ella a la cama una charola grande llena de naranjas espolvoreadas con polvo de chile, papas fritas rociadas con ketchup, pulpa de tamarindo, cheetos y otras frituras variadas, que acompañaba con refrescos de cola y jugos de sabores. Y sucedía que mientras don Frustracio se afanaba en la refocilación, tratando de obtener de ella el mayor partido posible, tomando en cuenta la poca frecuencia con que acontecía, doña Frigidia se ponía a chupar las naranjas con fuertes sorbetones, a mascar ruidosamente las frituras y a beber con popote sus refrescos. Eso en verdad molestaba a su marido, aunque su temperamento era manso y dado a la paciencia. Cierta noche don Frustracio ya no se pudo contener, y le reclamó a su consorte aquella indignidad. Le dijo: "No me gusta, Frigidia, que mientras yo te estoy haciendo el amor tú te dediques a comer naranjas, papas, pulpa de tamarindo y frituras de maíz". "¡Ah! -protesta doña Frigidia con enojo-. ¿Entonces nada más tú quieres disfrutar?"... FIN.

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