"Amo a la mujer, y la temo". Así dijo lord Byron. Esas palabras podría yo decirlas en relación con la Ciudad de México. La amo intensamente, con ese amor que los recuerdos magnifican, pero cuando salgo de mi lugar para ir a ella siento un vago temor, una zozobra que va conmigo a todas partes. Y eso que con frecuencia viajo allá, con más frecuencia que quisieran el ánimo y el ánima. No es lo mismo estar en Saltillo, ciudad amantísima y amable, o en el Potrero de Ábrego, memoria y anticipación del Paraíso, que en ese desalmado hacinamiento de almas llamado el Distrito Federal. Aun así amo a la giganta, por las evocaciones que guarda para mí entre sus grandes tetas y sus fornidos muslos. En la Ciudad de México viví años germinales, los de la juventud. Cursé estudios lo mismo en Mascarones que en CU, y conocí todavía aquella bohemia hirsuta que resistía el acoso de los tiempos en las cantinas de Santa María la Redonda. Ni siquiera había nacido aún la Zona Rosa, ayer cursilería à la mode, hoy pintada de púrpura encendida. Los siglos se medían por sexenios. El Primer Magistrado era todopoderoso, y el PRI eterno. Yo vivía en Mixcoac, con calles empedradas que parecían almanaque de Jesús Helguera. Salía de la función de Bellas Artes, tomaba "el tren" y caminaba luego hasta mi casa -mi departamento-, y no me seguían las sombras de los recelos ni del miedo. El centro de mis vagancias era el centro, sobre todo las calles de Hidalgo, con sus libreros de viejo y de más viejo, y San Juan de Letrán, que hoy tiene horrible nombre, Eje Central, y antes hasta canción tenía: "Calle de San Juan, San Juan de Letrán...". Ahí la churrería "El Moro", donde una vez oí cantar a Luis Pérez Meza, que entró con mariachi y todo y luego pasó el sombrero entre la concurrencia a fin de recoger dinero que los artistas enviarían a los damnificados por las inundaciones en Tampico. Ahí la librería Zaplana; ahí el Cine "Teresa", que entonces exhibía películas de Europa; ahí cafés de chinos y vergonzantes hotelitos de entrada por salida; ahí aquellas insignes taquerías con tacos de oreja, trompa y buche, de maciza y -nombres que acá en el norte no se oían- de nana y nenepil... Hace unos días fui a esa calle, San Juan de Letrán, y ya no la encontré. Hallé una ruina, un basurero, una ringla sin fin de tenderetes donde se vende toda la fayuca y la inmundicia toda. Yo quiero a la gente humilde que lucha para ganar la vida, pero no quiero a sus indignos líderes, que convierten en sucio zoco el corazón de México amparados en la impunidad que les dan políticos tan indecentes como ellos. Ése y otros males de la Ciudad de México se deben en buena parte a López Obrador y paniaguados. En esa ralea que dije tiene su principal apoyo AMLO; su respaldo es de tratantes fayuqueros, taxistas piratas, extranjeros -estos sí verdaderamente perniciosos- que se han apoderado de los barrios más entrañables de la Capital -Tepito entre ellos- y los han convertido en puntos distribuidores de la mugre; invasores de predios; entes que cobran por salir a la calle a protestar contra quien sea y contra lo que sea; "luchadores sociales" de nómina y quincena; brigadistas burócratas; ociosos sin oficio pero con beneficio, que no tienen trabajo no porque no lo haya, sino porque no quieren trabajar, pero a los que les pagan por obstruir las calles... Ellos, y otros como ellos, han hecho de esa vía cordial, San Juan de Letrán, lo que es ahora: un muladar, una tierra de nadie donde toda ilegalidad tiene su asiento y toda suciedad su habitación. Tiemblo al pensar que los males de ilegalidad, desorden, corrupción e impunidad que ahí se miran se vean después en todo México si López Obrador llega a gobernarlo y lo gobierna como desgobernó al Distrito Federal. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado... FIN.
