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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Luterito -Eleuterio de nombre- tenía 60 años. Para su época era hombre viejo ya, pero, al fin ranchero, había conservado íntegras las facultades corporales, sobre todo aquellas de la cintura para abajo. Y no me refiero al caminar. Viudo, no tomó estado nuevamente: tenía hijas e hijos, celosas ellas, inquietos ellos por la herencia paternal. Se las arreglaba en lo atinente a sus necesidades de varón con una discreta visita cada mes a una casa de putaísmo en Saltillo, población la más cercana de su rancho. Sucedió que en uno de esos viajes conoció a una muchacha de las que ejercían su noble oficio en el congal. La moza era de nuevo ingreso al lenocinio, y no adquiría aún esa indiferencia profesional que el tiempo y la rutina imponen al desempeño de un quehacer, cualquiera que éste sea. Don Luterito se ajustó con la falena para pasar la noche, y aceptó el arancel que ella fijó, de 20 pesos. Fueron los dos al Hotel Jardín, frente al Mercado Juárez. (Lamento implicar el nombre del Benemérito en esta narración, indigna de la memoria del patricio, pero no puedo omitir ese detalle a fuer de verdadero historiador). En el cuarto de don Luterito tuvo lugar el trance de fornicio con la novel hetaira. El hombre, ya lo dije, conservaba sin mengua sus rijos amatorios, y pese a ser sexagenario mostraba los arrestos de un treintón. Así pues bien pronto puso a su compañera en estado febricitante de pasión, y en el primer encuentro la llevó al éxtasis del deliquio bien cumplido. Digo el primer encuentro porque hubo un segundo -lo pidió la muchacha-, y todavía un tercero. Nadie olvide que este suceso aconteció en Saltillo. El aire montañés de la ciudad, con la virtud peregrina de las linfas del Ojo de Agua, antiguo y fortificante manantial que surte del líquido vital a la ciudad, confiere a los varones un brío singular que no se apaga ni amengua con los años, sino antes bien se acrece y perfecciona. ¡Qué noche aquella! La joven daifa no daba crédito a su buena fortuna: ni en mocetones de 20 años había hallado la prestancia de don Luterito, esa potente enjundia, y menos aun tan consumada sabiduría de amador. Tocó la muchacha los últimos límites de la pasión; llegó incontadas veces al delirio; creyó que iba a dejar la vida en esa ingente locura pasional. Nomás porque los muros de la habitación eran de adobe, si no sus suspiros y quejos, sus jadeos y acezos, y finalmente sus ayes y gritos de placer se habrían oído no digo ya en la plaza, sino aun en las cumbres de la vecina sierra de Zapalinamé. A la mañana siguiente la perendeca le pidió a don Luterito el pago de la tarifa o cuota que habían convenido. El recio señor le alargó un billete de 10 pesos. "Quedamos en que me pagaría 20" -objetó la muchacha. "Mita y mita, chula -le contestó don Luterito-. Te voy a dar 10 pesos. Tú también traías ganitas"... Esta veraz historia podría tener su colofón en una antigua copla mexicana: "Por el trabajo que hiciste / quieres cobrarme 10 reales. / Chinita, no seas ingrata: / yo puse los materiales"... Si de ganitas se trata, muchos mexicanos tenemos también ganas de ver en la boleta de elección presidencial el nombre de un candidato verdaderamente merecedor de recibir un voto razonado y tendiente a conseguir el bien de México. Felipe Calderón sería ese candidato si gana la postulación de su partido. El panista es hombre probo, talentoso, con experiencia vasta en la política y dueño de un apreciable bagaje moral e intelectual. En él concurren los valores que definen al hombre de bien y al ciudadano capaz de gobernar con tino. Su participación en la contienda final nos libraría del penoso trance de tener que optar por lo menos malo de lo peor... FIN.

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