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De Política y Cosas Peores

Catón

Viví los años de mi juventud en la Ciudad de México. La conocí "ojerosa y pintada", y me enamoré de ella igual que un provinciano se enamora de una mujer fatal. Por circunstancias de la vida -¿acaso hay de otras?- regresé a mi lugar de origen, y en Saltillo he vivido desde entonces como quien vive en un edén. Hace algún tiempo solía suceder que me topaba con mis amigos, aquellos que se quedaron a vivir en la grande y hermosa Capital, y ellos me preguntaban con voz que no podía ocultar un dejo de conmiseración. "¿Todavía vives en Saltillo?". Bajaba yo la cabeza y respondía apenado: "Sí; todavía vivo allá". Ahora me encuentro con mis amigos -esos que viven en la grande y hermosa Capital; esos que en sí o en sus familias han sido robados y asaltados; esos que emplean horas y horas de vida en trasladarse de un sitio a otro; esos que tiemblan ante la posibilidad de otro temblor; esos que respiran el aire lleno de oscuras turbiedades; esos que sufren cada día las mil y mil maneras de violencia que en el Distrito Federal se sufren- y les pregunto con voz que no puede ocultar un dejo de conmiseración: "¿Todavía vives en la Ciudad de México?". Ellos bajan la cabeza y responden apenados "Sí; todavía vivo allá". Mil salvedades hago a este cuento. Las bellezas innumerables de esa hermosa ciudad no han desaparecido; ella es el centro de todo; puede ser amorosa también, como giganta que entrega sus favores a quienes no la temen; y ofrece mil y mil dones que no se pueden hallar en parte alguna. Pero secretamente muchos que en ella viven quisieran vivir en otra parte, y más ahora, cuando los prodigios de la comunicación hacen que para efectos del conocimiento sea casi lo mismo vivir en México que en Nueva York, o vivir en Monterrey que en México, o vivir en Linares que en Monterrey, etcétera etcétera etcétera: la aldea global que postuló McLuhan en el 62. Estos pensamientos, ya deshilvanados, ya hilvanados con hilo color negro, me los inspiró el vigésimo aniversario del terremoto del 85. Está siempre latente la amenaza de que otra vez retorne la catástrofe. Yo quisiera que estuviesen protegidos contra ella, en lo posible, todos los habitantes que viven en esa ciudad que amo y que es legítima propietaria de algunas de mis memorias más memorables. Parece, sin embargo, que somos diestros olvidadores de tragedias, y acabadas las manifestaciones del peligro ya no pensamos más en él. ¿Está preparada la ciudad, están preparados sus habitantes para hacer frente a una nueva calamidad? Olvidar no es sinónimo de prevenir... Vade retro, mentecato escribidor! Con tus presagios ominosos has hecho que un escalofrío me recorra la espina dorsal con todas sus vértebras, desde las modificadas que forman la región cefálica o craneal: occipital, esfenoparietal, esfenofrontal y etmoidonasal, hasta la caudal, fusionada con el cóccix. Narra enseguida algunos cuentecillos que nos saquen de la tenebregura del desasosiego... Murió don Martiriano, y tiempo después doña Jodoncia, su viuda, pasó a mejor vida. Cuando la señora llegó al Cielo encontró ahí a su marido rodeado de hermosas chicas que lo atendían y le regalaban. "¿De modo que esto es el Cielo?" -pregunta doña Jodoncia. "Sí -responde con hosquedad don Martiriano-. Y habría llegado aquí diez años antes si no me hubieras obligado a hacer ejercicio y a llevar aquellas odiosas dietas bajas en colesterol"... Los recién casados se fueron de luna de miel. A la mamá de la muchacha le sorprendió recibir una llamada de su hija en plena noche de bodas. "Mami -pregunta la flamante desposada-. ¿Es cierto que el marido no tiene que pagarle a su mujer por hacerle el amor?"... FIN.

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