Por fin logré probarle a doña Tebaida Tridua que la escabrosidad que advierte en mis relatos no está en ellos, sino en su imaginación, llena de la turbia cochambre que acaba por cubrir la mente de quienes muestran falsos escrúpulos de moralina. Le conté la siguiente narración. "Un matrimonio de extranjeros vino a vivir a México. Después de instalarse en la casa que ocuparían fue la señora al súper a comprar comida. Como no hablaba ni pizca de español le mostró un pollo al encargado del departamento de carnicería. Él le preguntó qué parte quería del ave. La señora entendió la pregunta pero, incapaz de expresarse con palabras, recurrió al universal lenguaje de las señas: se levantó las faldas y le mostró al hombre los ebúrneos muslos. Él asintió con la cabeza y le entregó los muslos del pollo. Al día siguiente le señora necesitaba dos pechugas, de modo que puso al descubierto la suya. El regocijado carnicero entendió bien lo que la señora quería comprar. El tercer día el esposo le pidió a su señora que hiciera hot dogs. ¡Ahí fue el apuro de la pobre! ¿Cómo explicarle al hombre de la carnicería lo que necesitaba? ¿Qué parte de su cuerpo le podía mostrar para indicarle que quería salchichas? Fue entonces por su esposo y lo llevó al súper. Y entonces sí el carnicero supo lo que quería la señora". Tal fue el relato que le conté a la ilustre dama, censora de la pública moral y presidenta de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Al oír la narración doña Tebaida profirió en voces escandalizadas. Me tildó de atrevido; me acusó de caer en reprobable inverecundia; arrojó sobre mí no sé cuántos dicterios, y afirmó que la historia que le había contado llegaba al último extremo de la salacidad. Yo me mostré asombrado por su ataque. Le dije que el carnicero supo lo que quería la extranjera porque el esposo de la señora, a diferencia de ella, sí hablaba español, y pudo decirle al hombre de la carnicería que su mujer quería comprar salchichas. Doña Tebaida enrojeció por la vergüenza, pues la pesqué en flagrante culpa de juicio temerario y le saqué a la luz sus malos pensamientos. Un pacato individuo le reprochó a Toulouse-Lautrec haber pintado una mujer semidesnuda. "¿Cómo se atreve usted -le reclamó- a mostrar una mujer que se está desvistiendo?". "No se está desvistiendo -le contestó el pintor, imperturbable-. Se está vistiendo". En efecto, para juzgar las cosas deberíamos recordar la frase aquella que servía de lema a la Orden de la Jarretera: "Honi soit qui mal y pense". "Caiga vergüenza sobre el que piense mal". En la galería de arte dos damas de la Liga de la Decencia veían un cuadro abstracto. Comenta una: "Estoy segura de que en este cuadro hay algo inmoral, pero no logro determinar qué es". Si viéramos las cosas con la inocente mirada de los niños encontraríamos que en el mundo hay menos "inmoralidades" de las que suponemos, o que están en otros lugares y otra gente. La guerra, por ejemplo, es considerablemente más inmoral que una película tres equis. Bush es más indecente que el editor de la revista "Hustler". Todo esto viene a cuento por los tiquimiquis de censores que a veces tienen algunos gobernantes, esos que prohíben funciones para mujeres solas, o espectaculares con muchachas que enseñan el tetamen, o desfiles de gays y de lesbianas. La indecencia está en negar irresponsablemente la libertad, no en ejercerla responsablemente... Un oriental llamó por teléfono a la administración del hotel: "Mándenme una culona" -pidió al encargado. "¡Oiga usted! -se enoja el hombre-. ¡Aquí no manejamos eso!". "Entonces una Calta Blanca" -pide el oriental... FIN.