El glorioso Ateneo Fuente, de Saltillo, es la institución de educación superior más antigua de Coahuila. Fundado en 1867 ha dado a la república preclaros hijos, lo mismo en el campo de las armas, como don Venustiano Carranza, que de las letras, como don Artemio de Valle-Arizpe y Julio Torri. Yo fui alumno de ese ilustrísimo Colegio, luego profesé cátedra en él y al paso de los años llegué a ser su director. Hermoso es el recinto del plantel, construido en 1933 por don Nazario S. Ortiz Garza, entonces Gobernador del Estado. El contratista de la obra fue el ingeniero Blas Cortina, apodado "El Chato", que solía decir: "El edificio del Ateneo lo hicimos entre don Nazario, mi mamá y yo". Le preguntaba alguien: "¿Su señora madre, don Blas, es arquitecta, o practica el difícil arte de la ingeniería?". "No -replicaba él-. Pero Nazario me la mentaba todos los días, de modo que algo le corresponde del mérito de la obra". Han de saber mis cuatro lectores que el Ateneo Fuente no tiene salón de actos, ni aula magna, y ni siquiera auditorio. Tiene algo más solemne y sonoroso: tiene paraninfo. La señorial y vasta sala lleva el nombre del doctor García Fuentes, discípulo que fue de Augusto Comte. Ahí se celebran funciones que son parte de la intensa vida cultural de mi ciudad. Entre sus muros cometí pecado de oratoria por culpa de aquellos nefandos concursos de elocuencia tan en boga en los años cincuentas del pasado siglo. La juventud de mi patria (chica) se dividía en liberales y conservadores. Ambas facciones invocaban por igual los manes de los antiguos oradores. "Yo no soy Demóstenes...", principiaba alguien su magnílocuo discurso. Y se escuchaba un grito desde la galería: "¡Sí has de ser, ca..., nomás que te haces pen...!". Mi afiliación era en el bando liberal. Una vez pronuncié un discurso improvisado (desde dos meses antes) en el que describía a Sor Juana arrobada ante un Cristo hermosamente desnudo y transportada en éxtasis eróticos por aquella contemplación terrena. Mis correligionarios del ala izquierda aplaudían a rabiar aquellas desaforadas demasías, pero mi voz era acallada por los apóstoles de la conserva, que pateaban furiosamente el piso de madera del salón para romperme la inspiración y apagar mi voz de fuego. Entonces yo imponía silencio a la turba con ademán sereno, me dirigía al padre Luis Manuel Guzmán, adalid de los jóvenes católicos, y le pedía con evangélica tono reposado: "Padre Luis: apaciente su rebaño". ¡Quién me iba a decir que diez años después de esas épicas batallas habría yo de unir mi vida a la de una lindísima discípula de aquel sapiente y bondadoso sacerdote, con quien hice amistad estrecha hasta el punto en que viajó de Guadalajara a Saltillo para casarnos a mi novia y a mí en el santuario de la Virgen! Por todos esos recuerdos sentí gratitud y gozo hace unos días cuando al entrar otra vez en el paraninfo ateneísta lo vi restaurado y vuelto a su ser original con sus preciosos vitrales, y su plafón que semeja un cielo azul de pasajeras nubes, y los murales que en el recinto pintó Salvador Tarazona, español él, que un día le dio a guardar a su buen amigo don José Mendirichaga un talego con 30 mil pesos oro, fruto de mucho tiempo de trabajo en México, pues iba a salir de viaje, y luego de algunos años regresó, y don Pepe le dijo: "Déjame darte tu dinero, Salvador", y el artista, sinceramente sorprendido, le preguntó: "¿Cuál dinero?", pues él no trabajaba por dinero, y ya no recordaba que había dejado ahí esa cantidad. Díganme mis cuatro lectores, pues, si no he de estar agradecido con el joven rector de la Universidad Autónoma de Coahuila, ingeniero Jesús Ochoa Galindo, que ordenó la restauración del paraninfo del Ateneo y lo dejó como era, como es y ha sido siempre en la memoria. Sólo esa obra justifica toda una gestión rectoral, para no hablar de los otros muchos buenos frutos que en este tiempo ha conseguido la Universidad... FIN.