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Decisión de Estado/Sobreaviso

René Delgado

Primera de dos partes

Nunca las decisiones de Estado dejan satisfechos al conjunto de quienes involucran. Son decisiones extremas que, justamente por su carácter, rebasan con mucho los parámetros de las decisiones políticas y/o jurídicas ordinarias. Por eso son decisiones de Estado. Son graves e, invariablemente, suponen costos. La decisión adoptada el miércoles por el jefe del Ejecutivo -salida del procurador Rafael Macedo de la Concha y revisar exhaustivamente el expediente abierto en contra de Andrés Manuel López Obrador- es una de ellas y así la asume el propio presidente Vicente Fox. Esa decisión pudo evitarse. Si los operadores políticos y jurídicos, formales e informales del presidente de la República hubieran actuado correcta e inteligentemente, no hubieran colocado en ese predicamento a su jefe. No actuaron así y menos hicieron los cálculos de lo que implicaba emprender aquella causa contra el jefe del Gobierno capitalino. Esa operación dejaba puros costos y pérdidas, aunque en el plano inmediato y electoral creara el espejismo de una ganancia, fincada en una ruina política. Once largos meses tuvieron esos operadores para sopesar, en cada una de las distintas instancias, la aventura en la que embarcaban no sólo a los tres poderes de la Unión -que, ahora, quedan muy mal parados-, sino también al conjunto del Estado. Advertencias del peligro supuesto en esa aventura hubo de sobra. Sí, se pudieron evitar los costos, la pérdida de tiempo y el deterioro a que se sometió a un sinnúmero de instituciones. En los hechos se desatendieron las advertencias y se dejó crecer la ilusión de las ganancias. Por eso esa decisión de Estado. Aun con su elevado costo, esa decisión es importante. Conjura por lo pronto el peligro de provocar una tragedia política y obliga, ahora, a cerrar, limpiar y suturar heridas que, de descuidarse, podrían abrirse de nuevo pero agravadas.

*** De entrada, el presidente de la República afronta un imperativo: sentarse verdaderamente a reflexionar cómo quiere salir del Gobierno y cómo entrar en la historia. Más allá de la responsabilidad de quienes lo embaucaron en la aventura del desafuero, la consignación y el enjuiciamiento de Andrés Manuel López Obrador, está la responsabilidad estrictamente personal del mandatario. Se puede revisar y cuestionar el papel que jugaron el círculo estrecho de colaboradores de Los Pinos, así como los responsables de la política interior y de la procuración de justicia, pero innegablemente está la responsabilidad del propio jefe del Ejecutivo. Si el mismo dos de julio de 2000 Vicente Fox cruzó el umbral de la historia por la puerta grande de la hazaña de desplazar electoralmente a una fuerza anquilosada en el poder, de manera reiterada ha caído en la tentación de cruzar de regreso ese umbral para solazarse en los pasillos de la frivolidad política. Hoy, el mandatario puede reclamar su lugar en la historia; pero, anteayer, él mismo abandonó y mancilló ese sitio. A un año y medio de dejar la residencia oficial de Los Pinos, el jefe del Ejecutivo debería conducirse (no sólo en condiciones extraordinarias) como jefe de Estado y tomar decisiones fincadas en el interés nacional, en el afán de garantizar la estabilidad política y, de una vez por todas, salir de la idea de que las decisiones las dictan las encuestas de popularidad o la ambición o el capricho de este o aquel familiar o amigo.

Los Pinos es la residencia oficial del presidente de la República, no la cabañita de las intrigas, las ocurrencias, las revanchas y los caprichos. Una, dos, tres veces se puede hacer de la política del campanazo el acierto de la rectificación del error cometido. Pero hacer de ella un estilo político personal es declarar la inseguridad y el titubeo como un principio de Gobierno.

*** Sí, el presidente de la República está obligado a conducirse con mucha mayor responsabilidad política... pero no sólo él. Lo están también muchos otros actores que, de pronto, olvidan por completo la responsabilidad de la actuación pública, como representantes, funcionarios o dirigentes. En esa colección de hombres de buena o mala fe -también hay de este segundo tipo- está el juez Álvaro Tovilla y los integrantes del 7o. Tribunal Colegiado, desde luego, el procurador Rafael Macedo de la Concha y el secretario Santiago Creel. En su conciencia queda por qué no calibraron debida y oportunamente el tamaño de la operación que alentaban.

El punto lleva a una paradoja. En Los Pinos se llegó a argumentar que, si no se procedía, el problema se le vendría encima al procurador Rafael Macedo y que, por eso, no se dudaba en atender aquella resolución. La paradoja es que ocurrió justamente lo que supuestamente querían evitar. Los platos rotos se cargaron sobre el procurador Macedo de la Concha. El temor de un año atrás se transformó en pavor al año siguiente, o sea éste, y se optó por sacrificar sólo al operador jurídico pero no al político. Grave que esos protagonistas no calibraran la dimensión del problema -si actuaron de buena fe-, más grave fue la conducta de los miembros de la Sección Instructora.

Meses tuvieron el expediente en sus manos para estudiarlo y cobrar conciencia del tamaño del problema. Los diputados Álvaro Elías del PAN, Rebeca Godínez y Francisco Frías del PRI arrastraron con su conducta a 360 compañeros que, increíblemente, aceptaron hacer el ridículo. Quedó a salvo Horacio Duarte, ojalá no haya sido sólo por motivos partidistas. De haber querido, Emilio Chuayffet del PRI y José González Morfín del PAN habrían podido frenar el absurdo y evitar el ridículo.

Continuará mañana...

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