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Decisión de Estado

René Delgado

Segunda y última parte

Habrían podido reflexionar, con altura de miras, la conveniencia o inconveniencia de presionar a sus bancadas para que votaran a favor del desafuero. No lo hicieron pero, en esos casos, no se puede exigir mucho. La vocación golpista de Chuayffet, ahí está su conducta en contra de la Cámara de Diputados en 1997, le da naturalidad a su cinismo político y de José González Morfín no hay mucho que decir. Jugaron irresponsablemente su rol, respondiendo a intereses mezquinos, quizá para beneficiar a sus propios candidatos a la Presidencia de la República y suscribiendo una alianza ignominiosa.

Qué decir de Juan de Dios Castro quien, en su más reciente paso por San Lázaro, ningún trabajo le ha costado arrastrar el prestigio que construyó durante años. Fue uno de los que encabezó la línea dura en contra del panista Germán Martínez, curiosamente exhibido por ese panismo y por una porción del perredismo, increíble, como alguien que buscaba una salida como la que, a la postre, se terminó por adoptar.

La vuelta de los días le da la razón a Germán Martínez, uno de los pocos que se escapa del ridículo político como también ocurre ahora con el priista Roberto Campa. Juan de Dios Castro no escapa al ridículo. Su intervención en la tribuna de San Lázaro el día del desafuero es un monumento a la contradicción y el cinismo. La misma contradicción y cinismo que, ahora, después de torcer convicciones, le permite regresar como consejero jurídico del presidente de la República. Debería llevarse como asesor a Federico Döring, hacen buena pareja.

Todos esos protagonistas deben una explicación a sus electores y si no a ellos, cuando menos al espejo. ¿No supieron lo que hacían? Varios de ellos hacían un negocio político en nombre del supuesto fortalecimiento del Estado de Derecho y de paso, querían llevarse un pedazo de gloria. Entre ellos destaca Roberto Madrazo declarando de dientes para fuera su deseo de encontrarse con Andrés Manuel López Obrador en las urnas y masticando de dientes para dentro la posibilidad de eliminarlo antes de la contienda. Por eso, ahora, en ese ejercicio de jugar con los dientes, se muerde la lengua.

*** La hora de la autocrítica y de extraer lecciones de lo ocurrido no sólo es de todos ellos. El propio Andrés Manuel López Obrador está obligado a reflexionar y rectificar muchas de sus conductas y agradecerles, fundamentalmente a aquellos que no necesariamente están con él pero sí con la democracia, el despliegue de energía y valentía del que hicieron gala para impedir que se consumara un agravio contra una muy buena porción de la ciudadanía. López Obrador ha dado muestras de ser un mejor luchador social que un equilibrado dirigente político con la aspiración de encabezar la Presidencia de la República. La humildad que muestra como luchador, frecuentemente se vuelve soberbia con dosis de autoritarismo en el ejercicio del poder.

Si, en verdad, pretende encabezar la jefatura del Estado tiene que empezar por respetar al Estado y un asunto no menos importante, entender la crítica no necesariamente como el parámetro para determinar quién está a su favor y quién en su contra, sino como la oportunidad de rectificar cuando es necesario. Si se quiere plantar en la escena política como un verdadero demócrata con preocupación social, tiene que empezar por reconocer el escenario donde se desempeña.

Tener conciencia cabal del límite y el horizonte de ese escenario y ajustarse, sin renunciar a sus convicciones, a él. Pretender que el escenario se ajuste a él no habla de un demócrata. Habla de otra cosa. López Obrador debe reconocer la humildad y la generosidad política también en el ejercicio del poder. Restarle dosis a la soberbia y a la tentación autoritaria revestida o amparada en un afán justiciero.

*** Más allá de las satisfacciones e insatisfacciones que deja la decisión tomada por el presidente Vicente Fox, lo importante es que de nuevo se abre una oportunidad a la democracia y al Estado de Derecho. Son enormes los costos que arroja, sí, pero no deja de ser una oportunidad cuya dimensión establecerá la serenidad, la madurez y la generosidad con que actúe la clase política. Todavía no hay concordia ni diálogo, simplemente se respira otra atmósfera y la oportunidad ahí está.

Es la oportunidad de evitar una tragedia, de restarle incertidumbre al porvenir, de fortalecer la lucha civilizada por el poder y de darle a la ciudadanía la ocasión de encontrar en las urnas una forma pacífica para resolver sus diferencias. Puede aplaudirse o abuchearse la decisión tomada pero lo que no se puede hacer de nuevo es lastimar las instituciones en aventuras que prometen como única herencia la confrontación y la polarización que se filtra hasta los más recónditos lugares y divide absurdamente a un país ansioso por asegurar su democracia, fortalecer el Estado de Derecho y darle una oportunidad al desarrollo. Vamos, ansioso por reconstruir un mejor destino.

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