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Del único espejo de la nación

Carlos Monsiváis

¿Por qué los políticos le tienen tal miedo sacramental a la televisión privada? ¿Por qué sólo unos cuantos se atreven a la crítica? ¿Por qué uso sin imprecisión el verbo atrever? Además de las razones específicas (cada ilusión de prestigio es un mundo), lo innegable es el poder esencial del medio: dota de las imágenes compartibles a la realidad internacional, al país, a las sociedades nacionales, a las personas; y de esta certidumbre (la televisión es el único espejo social y gubernamental al alcance, sólo allí nos vemos, nos intuimos, nos alegramos, nos reconocemos) surgen el atractivo de los reality shows, el alborozo como prueba de existencia en los controles remotos, la ansiedad de los políticos por ver sus anuncios en la pantalla que es el Juicio de Dios. El gasto desproporcionado en spots de Arturo Montiel, Bernardo de la Garza y Santiago Creel fue un acto religioso: ?después de este despliegue, no me van a considerar un político sino una aparición?. La televisión muestra y desvanece a las personas y casi logra lo mismo con la mayoría de las causas. ¿Quién la enfrenta?

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El mito del poderío de la televisión se funda en el ritual, o, más exactamente, en la rutina. En el estudio virtual que llaman ?vida?, la feligresía (el público) ?acepta lo que le den, como se lo den y con agradecimiento?. En la televisión privada, que en México y América Latina es la televisión por antonomasia, un lema lo es todo: repetir es cumplir, y el ?orden? es el emporio de reflejos condicionados del espectador. Las copias de copias son costumbres altaneras que nada más conciben un tipo de feligrés o, mejor, de penitente, que acepta el suplicio de ver lo mismo año tras año, porque algún pecado cometió o va a cometer (por ejemplo, leer). En este contexto, los televidentes soportan el desprecio a sus capacidades en acatamiento de una premisa de la época: no hay tal cosa como el uso de la inteligencia ante el aparato, y no es el papel de los medios electrónicos proponerle retos a la imaginación y la fantasía creativa que, además, son abstracciones.

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De vez en cuando, las rutinas admiten modificaciones y se vigorizan con ?licencias? y ?audacias?, los Big Brothers y el habla sexual, porque su meta no es preservar las tradiciones, sino atrapar a ?los niños de ocho a 80 años?, como decía la frase de la década de 1950, a los que se suponen pasivos en lo sicológico y lo cultural, y los que con tal de no sentir desaprovechado el tiempo, viven como fiesta el peor de los programas. (La verdadera tradición televisiva es el rating). No nada más se fija un solo modelo de entretenimiento, ajustable a los cambios de la moral social, también, se confirma con la repetición la falta de opciones del público. Todo esto, además, con un detallismo que sorprendería incluso a los hacedores del Concilio de Trento.

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?Los mexicanos tienen la televisión que se merecen?, dijo Emilio Azcárraga Milmo. ¿Uno merece lo que no puede evitar o se amolda en los intersticios de lo irremediable? En esto como en todo, las comunidades han sentido que la falta de alternativas se compensa con el círculo vicioso: la disminución oprobiosa de oportunidades se vuelve a fuerza el entretenimiento creativo. ?El hombre natural no puede distinguir lo que ve de lo que cree ver?.

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Hasta hace unos años, México, según la televisión, era la negación sistemática de las mayorías, a las que suplantaban el Presidente de la República, los líderes, la pareja romántica (con sus privilegios), el locutor, los comerciales, y la voz del gobierno y de la empresa. Pero no había pueblo o gente en el sentido de necesidades reales, apetencias no suscritas por los comerciales, deseos no autorizados por la Iglesia. Lo que había era la invención de las comunidades dóciles y festivas. ¿Qué hay ahora? Una versión del pueblo (la gente) no necesariamente falsa en los detalles, pero irreal o mentirosa en el conjunto, porque ante las cámaras y ante el aparato de televisión se actúa de modo finalmente idéntico: la persona se vuelve la gente, y el nosotros ansioso de salir en pantalla sustituye al Yo ansioso de ser distinto. Aun si no está ante cámaras el individuo reacciona a pedido, y lo hace desde el libre albedrío: ?voy a fingir que me divierto para que no me digan aburrido, voy a fingir que me emociono para que no me digan insensible, voy a fingir que me indignan los políticos que la tele denuncia para que no me digan indiferente, voy a fingir que me entusiasman los comerciales porque me dan la oportunidad de estar largo rato con la familia?.

Quizás lo de fingir sea excesivo, ¿pero de qué otro modo calificar el sometimiento del querido público que ha sido República al medio que distribuye las imágenes? ?Si no estoy en pantalla nadie registrará mi existencia, y aunque sé que no tengo por qué salir en pantalla, mi voluntad de aparecer es la imagen previa de que me nutro y que me ampara ante mi insignificancia. La televisión me vincula con las tres familias a la disposición: el mundo, la nación y mi familia, y esa inclusión hace que me eternice ante el aparato esperando el momento de reconocerme en la multitud saludando, o en el estudio, respondiendo a las preguntas. Algún día saldré, allí donde nunca estuve?.

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Hay una religiosidad indudable del televidente, en el sentido de experiencia totalizadora. No es que el televidente crea al pie de la letra en los mensajes televisivos, ni que ajuste su vida a lo dictado por los programas, sino que no concibe su vida sin modificar su sicología ante la televisión. No es el contenido de la televisión, sino su existencia misma lo que norma el uso de su tiempo. Y lo secundario son las versiones del entretenimiento y la información, la captación de la moda, y la obtención de los rumores que auspician la conversación social. (Sí, en un nivel, las noticias en televisión no se oyen como chismes, no son creídas).

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En el cambio de mentalidades ha sido más eficaz el cine, muchísimo más. Las grandes corrientes interpretativas de la actitud se han desprendido de las películas, y a la televisión le ha tocado la dictadura de las sensaciones masivas. Sin embargo, esto ya se modifica no sólo por las horas del día invertidas ante el aparato, sino porque la autobiografía colectiva tiene ahora la forma de un reality show, y hay series ahora, sobre todo en cable, que sí impulsan cambios reales de vida.

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La zarza ardiente es una metáfora bíblica del libro del Éxodo (capítulo 3), Moisés ve al ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de la zarza que no se quema. ?La zarza ardiente? es el acercamiento a lo trascendente a través del resplandor. En cierta medida, si se seculariza la metáfora, la televisión es el vislumbre del porvenir que se produce a través de las distracciones.

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