El caso del desafuero del jefe de Gobierno del Distrito Federal ha paralizado la verdadera política. De pronto, los temas trascendentes para la vida nacional, han sido relegados a segundo o tercer término. Mientras la sociedad se polariza en torno a la figura de Andrés Manuel López Obrador, y el proceso en su contra se convierte en un absurdo juego de “buenos y malos”, el país no avanza, pero sí la pobreza, la inseguridad y el desempleo.
El asunto del alcalde capitalino revela que, luego de cinco años de haber conseguido la alternancia en la Presidencia de la República, la incipiente democracia mexicana permanece secuestrada por los afanes electoreros de los partidos y gobiernos. El régimen del llamado “poder del pueblo” se ha convertido en el pretexto preferido por los políticos para mantener su status y prerrogativas. La supuesta representatividad ciudadana no es más que un término vacío que es utilizado para justificar el aparato burocrático.
Mientras la mayoría de los mexicanos sigue esperando el debate profundo y razonado sobre las reformas de Estado, el sector energético, el régimen laboral, fiscal y penal, los legisladores y funcionarios de las instituciones centrales tienen la vista puesta en 2006.
¿De qué sirve la alternancia en medio de un sistema de partidos cuyos verdaderos intereses se alejan de lo que afecta y preocupa a la población?
¿Para qué sirve la democracia si los encargados de fomentarla y preservarla hacen un uso faccioso de las instituciones y realizan interpretaciones de las leyes a su conveniencia y comodidad?
El multicitado Estado de Derecho existe y es aplicable sólo para los ciudadanos comunes. Para los “servidores públicos” es un recurso flexible que a veces sirve y a veces no, todo depende del beneficio que pueda obtenerse de él.
Sin duda, recordando al escritor José Agustín, el “México del Cambio” perpetúa su tragicomedia.