La incipiente democracia mexicana está bajo amenaza. Una plaga de vicios y contradicciones la altera hasta deformarla, amenazando lastimarla. Esa democracia la encabeza Vicente Fox, un hombre que se legitimó en las urnas y se deslegitimó en el ejercicio del no poder. La salvaguarda un secretario que confunde votos con devotos. La atranca un conjunto de parlamentarios sin guión ni parlamento. La maltrata una procuración de justicia selectiva. Y la vulnera una mafia de partidos sin dirección ni dirigentes. A esa democracia pretenden gobernarla una terna de políticos muy curiosos, están decididos a ganar sin competir ni convencer a la ciudadanía. Hombres muy primitivos que confunden las restas con las sumas, las divisiones con las multiplicaciones y, por lo mismo, emparentan su eventual elección con la eliminación del adversario. Candidatos sin clara vocación demócrata, que respaldan su ambición en el (su) partido que desprecian y en la renta de pequeñas organizaciones que hacen de la política un negocio entre particulares. El rehén de esa democracia deformada son los ciudadanos.
A esa democracia, la elite política invita a participar a la ciudadanía dejándole bien clara una condición: limitarse a emitir su voto y combatir el abstencionismo aunque no haya qué escoger. Esa democracia es para la clase política su patrimonio. Un jardín privado que abre sus rejas a la ciudadanía, de las ocho a las 18 horas, un domingo cada tres años. Pensar en algo más, en otro modo de participación, les resulta desmesurado a sus dueños. Llaman nada más a votar y a votar de manera singular. A votar aunque no haya qué elegir. A votar no a favor de un candidato, sino en contra de otro. Votar para impedir, no para hacer algo. Votar sobre la base de la popularidad y no de la gobernabilidad. Y le piden, además, no quejarse del infernal gasto que conlleva el ejercicio.
Más allá de eso, la participación ciudadana tiene que afiliarse al dogma de sus consignas y sus complicidades. Si no es así, la participación es peligrosa. Que la ciudadanía impulse algo más es inaceptable y más si esa exigencia supone modificar la conducta de los candidatos y sus partidos. Por eso, cuando los ciudadanos abandonan la idea de que sólo existen porque tienen credencial de elector y participan sin permiso, tocan las puertas de la frustración, topan con el muro de la indiferencia o, peor aún, asumen el peligro de las amenazas. Topan con eso pero por lo general, como Germán Dehesa, no se rajan: derivan de la adversidad la fuerza de la esperanza. Y es que, desde la óptica de la clase política que hoy conduce al país, el ciudadano es material desechable pero reciclable cada tres años. Y, por lo mismo, sólo voltean a verlo a la hora de los votos.
En ese concepto de la democracia y la participación está la clave del divorcio entre los partidos y los ciudadanos, así como la deformación del régimen político al que se aspira. Tiene años ese divorcio pero ahora, en temporada electoral, se ensancha la distancia. Los candidatos prometen un futuro sin mirar el presente, dónde pisan y qué pisan. Sin mirar la realidad en que se desenvuelven, como si ese presente nada tuviera que ver con el futuro prometido. En estos días, el ejemplo más brutal de ese divorcio entre partidos, candidatos y ciudadanos se cifra en la iniciativa alentada por Germán Dehesa. El escritor y 30 mil personas no quieren ser cómplices de Arturo Montiel, ni fomentar la impunidad que por lo pronto encarna ese personaje. Quieren pintar su raya frente a eso. Por eso fueron a decirle al procurador Daniel Cabeza de Vaca si no advertía algo extraño en la fortuna del ex gobernador mexiquense, pero el abogado de la nación fingió demencia. Argumentó que requería de una denuncia para actuar.
Germán le llevó no una sino miles y, ahora, en vez de procurar justicia, Cabeza de Vaca administra justificaciones. No encuentra elementos, se declara incompetente y, sin decirlo, se anota en la lista de cómplices de Arturo Montiel que, por lo visto, es más larga que la de sus votantes. El asunto tampoco le resulta digno de atención al joven gobernador del Estado de México, Enrique Peña, o a su procurador Alfonso Navarrete Prida. Ni por equivocación les interesa saber cómo le hacía Arturo Montiel para ser tan afortunado. Ellos que, supuestamente, representan a la nueva clase política son iguales. Encubren el pasado porque no pretenden un futuro distinto, sino un presente semejante. Ni a los mismos candidatos presidenciales les interesa el tema. Bien claro tienen que si jalan de más esa cobija podrían quedar también al descubierto y, entonces, aun cuando la ciudadanía reclama acabar con la corrupción y la impunidad, ellos usan la bandera pero sin agitarla.
El pequeño gesto de dignidad ciudadana encabezado por Dehesa no encuentra respuesta. No, encuentra amenazas por entusiasmar la idea de no formar parte del clan de la corrupción y la indiferencia que lastima a la democracia y el Estado de Derecho. Germán no tuvo respuestas, tuvo amenazas como también las tuvo el regidor perredista, José Luis Cortés, que igual pidió indagar el origen de esa fortuna. Con todo, esa gota de indignación ciudadana es en extremo refrescante.
A la par de ese ejemplo está el rejuego de los candidatos presidenciales y de los partidos grandes y chicos que participan en la feria electoral. Los candidatos a ocupar la residencia que, en un año, desalojará Vicente Fox andan en lo suyo y lo suyo es acceder al poder sin tener muy claro para qué lo quieren. Quieren el poder pero les faltan votos y, en vez de conquistar a la ciudadanía sobre la base del compromiso con ella, están metidos en la puja por conseguir el mejor precio con los traficantes de votos que, de a tiro por elección, venden su mercancía. Lo peor de ese vicio es que esos traficantes, el Partido Verde a la cabeza, tienen la llave para resolver el enigma electoral.
Tienen poco arraigo entre el electorado, pero eso les basta. Sus pocos votos son oro para quienes verdaderamente buscan la Presidencia pero le temen a la ciudadanía. El juego de los traficantes consiste en arrimar sus votos al candidato grande que mejor los pague, cerrar el negocio, frustrar la democracia y disfrutar la vida. No aspiran al poder, sino a vivir a la sombra de él. Su mercadería no implica posturas, nomás posiciones. Tantas curules, tantos escaños, tantos cargos... En todo caso, los traficantes de votos sufren estrés justamente en estos días que hay que definir con quién se alían, el resto es vida, fuero, rollo, dieta y prerrogativas.
Puede lamentarse el daño que esas pequeñas formaciones causan a la democracia, pero más lamentable es que los partidos grandes y sus candidatos les den juego sobre la base de asegurar un porcentaje de votos prestado en vez de rehabilitar la participación ciudadana y comprometerse con ella. No hay diferencia en este punto, el PRI, el PAN y el PRD compran desprestigio a cambio de amarrar algunos votos en vez de conquistarlos en la ciudadanía que quieren representar. Pueden seguir creyendo el gobierno, los partidos y los candidatos que su democracia es un jardín privado de membresía limitada y participación restringida. Pueden amenazar la democracia hasta deformarla pero, lentamente, se ven venir varias gotas de agua ciudadana refrescante, un río de esperanza.