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Demócratas duros

Federico Reyes Heroles

Tenía catorce años. Lo rociaron de gasolina y le prendieron fuego. Juntos, los asesinos, se sentaron a contemplar el espectáculo. La escena habla de una sociedad enferma, muy enferma, más aún cuando ese horror es visto como parte de la normalidad.

El hecho ocurrió en Acapulco y, como acertadamente señala René Delgado en su desgarrador recuento sabatino, quizá por no haber sido televisado simplemente no cobró relieve. Pero lo terrible es que no se trata de un suceso de barbarie aislado y excepcional.

Los intentos de linchamiento a miembros de los cuerpos de seguridad y delincuentes se han multiplicado; hoy sabemos que el narco-poder controla hasta los penales cúspide en el país; en todas partes las comunidades se rebelan en contra de acciones de Gobierno, -la construcción de un aeropuerto o una carretera, da lo mismo- secuestran funcionarios y chantajean exitosamente a la autoridad; mafias de contrabandistas impiden al acceso de los policías a ciertas zonas céntricas de la capital (Tepito); los líderes del ambulantaje son dueños de las calles y hasta asesinatos les son imputados.

Abundan los policías no bajan los delitos, como mostró ayer este diario. Más del 90 por ciento de los delitos cometidos en el país no tienen consecuencia alguna. El acumulado histórico de impunidad crece día a día. Pasan los años y ninguna medida relevante llega. Frente a todos la autoridad se merma y nadie toma la bandera. ¿Por qué? ¿A quién responsabilizar?

El deterioro ocurre en los tres niveles de Gobierno. Gobernantes del PRI, del PAN y del PRD son allí cabezas. Ciudadanos simpatizantes de todos los partidos son las víctimas. Antes decíamos que la explicación se encontraba en una relación coludida, podrida, por un PRI sin contrapesos. Pero esa versión ya no cuadra. Hoy en México hay competencia política en más de tres cuartas partes del territorio.

La mitad de los mexicanos vive gobernada por un partido diferente al PRI y eso no ha frenado el desmoronamiento de la autoridad.

Quizá el asunto encuentre sus raíces en niveles más profundos. ¿Cómo explicar la paradoja de que muchos mexicanos, víctimas históricas de la impunidad, estén en contra del uso legítimo de la fuerza pública para imponer el orden? O deberíamos leerlo justamente a la inversa. No todos los mexicanos valoran al ejercicio cabal de la autoridad.

Pero una democracia sana supone autoridades incuestionadas. El país está dividido al respecto. Así lo muestran las cifras. Por ello el avance de la democracia no ha devenido en un fortalecimiento de la autoridad. Va una hipótesis. Quizá como en el pasado las autoridades no se legitimaban por la vía democrática, toda resistencia contra ellas era vista como parte de la lucha a favor de la democracia. Obstruir las expresiones concretas de la autoridad era hacer patria. Un demócrata que se respetara siempre estaría en contra de la Policía por ejemplo, una de las caras más tangibles del poder constituido. Algo de anarquismo merodea.

Ronda por ello un discurso brutalmente populista en el cual los gobernantes simplemente no aluden a la obligación básica de todo gobernante, mantener el orden. La palabra misma navega en contra de lo políticamente correcto para los mexicanos. Orden remite al porfiriato. Orden es lo que impuso a la mala Díaz Ordaz.

Orden era el argumento del autoritarismo priísta. Súmese a ello la carga histórica del “desorden revolucionario” como acto fundador. La combinación es mortal. Ser progresista es apoyar el desorden revolucionario, de Zapata a Marcos. La moda de los “municipios autónomos” ya salió de Chiapas. ¡Viva la sublevación! Cada quién que se imagine su orden jurídico. Por eso hasta los gobernantes pueden públicamente decir que sólo acatarán aquellas normas que sean justas o poner en duda a la Corte.

La idea de que un demócrata está obligado a imponer el orden no es popular. Lo grave es que nos encaminamos a un nuevo proceso de relevo federal y el asunto madre de nuestro desarreglo nacional, la debilidad del orden jurídico en todas sus facetas, no es bandera de ninguno de los contendientes abiertos. Pareciera que nadie está dispuesto a correr el riesgo de aludir a ese problema y ser calificado de “duro”. Esta competencia de “blandos” es, además de irresponsable, bastante miope. Allí está otro México desesperado por el ejercicio pleno de la autoridad. Ronda la idea de una suerte de restauración de la autoridad. De nuevo, es políticamente incorrecto decirlo, pero en corto lo sueltan, si este desorden es producto de la democracia, perdón pero prefiero lo otro. Eso sí es grave.

En el fondo se trata de un falso dilema. Votar por una autoridad fuerte no tiene nada que ver con regresar al autoritarismo. Pero como el PAN y el PRD hicieron causa común en la crítica al ejercicio autoritario de la autoridad del PRI, y desde el Gobierno han permitido el deterioro, hoy reina una terrible confusión. Conclusión de muchos: ni los panistas ni los perredistas saben ejercer la autoridad. ¿Qué queda? Nadie quiere vivir en la jungla.

El discurso está viciado en el origen. Los tres partidos con fuerza nacional deberían hacer una abierta defensa del orden democrático y del ejercicio de la autoridad. De hecho estarían obligados a hacerla. Ese punto no es optativo. Más democracia, más respeto a los derechos humanos, más orden y autoridades más respetadas en el lindero del temor, todo a la vez, como en cualquier democracia que se respete, Inglaterra, España o en Chile.

El discurso del avance del estado de derecho ya no basta. El asunto es mucho más grave. Entre el narcotráfico, la economía informal y las múltiples mafias, hoy vivimos un auténtico desafío al Estado mismo. El presidente Uribe en Colombia asumió sin tapujos la cuestión: utilizar la fuerza del Estado para reconstruir al propio Estado.

¿Cómo convencer a los inversionistas de traer sus dineros que tanto necesitamos en México, si hay linchamientos en la capital? ¿Cómo asegurar que somos un país viable y con futuro si las policías locales no tienen control de decenas de ciudades? Me preguntaba el director de un fondo de inversión sobre la seguridad en la Ciudad de México, si voy a venir una vez al mes quiero saber si por lo menos puedo caminar por las calles. Castañeda ha propuesto una Policía nacional. Vale la pena analizar el asunto.

Una cuestión es clara, por el camino que vamos en que nadie quiere jugar el papel del “duro” para que no lo tilden de contrario a la democracia, lo único que vamos a conseguir es una mayor confusión en los reflejos políticos del país. Sin firmeza de las instituciones, sin seguridad y sin respeto a las autoridades no va a haber prosperidad. No hay más que mirar al mundo, van de la mano. Yo por lo pronto me inclino por un demócrata duro, es decir aquel que no negocia la necesaria firmeza del Estado para conquistar los votos de los confundidos.

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