La vida diaria en muchas de nuestras mexicanas grandes ciudades se torna cada vez más complicada entre otras cosas por haber privilegiado el automóvil particular, desalentando el uso de transporte público.
Ese hecho promueve la necesidad de costosas obras públicas muy espectaculares pero menos eficientes que las dedicadas a transportar en un solo vehículo a muchas más personas, además de incidir en la merma de una auténtica cultura ciudadana.
Carecemos de virtudes sociales básicas para la convivencia en el entorno público: en las calles, en el transporte urbano, en la limpieza o el mantenimiento de lo que nos es común a todos los ciudadanos, como parques y jardines; y además creemos que en la medida de que se posea un automóvil propio, se es más importante, sobre todo si con ese vehículo se es prepotente y agresivo, lo que supone ser más poderoso o menos ‘dejado’; consiguiéndose con esta combinación, que las calles de nuestras ciudades se conviertan en auténticas selvas donde impera la Ley del más agresivo.
La educación cívica, con sus especificaciones en la educación vial, el espíritu de una sana convivencia en los lugares públicos, incluido el transporte, el aseo y el mantenimiento de dichos autobuses, calles, plazas y lugares comunes y el respeto a los demás, tal y como queremos que nos respeten a nosotros, en materias como el ruido, la velocidad de circulación, el libre tránsito no entorpecido por marchas, plantones obras que nunca terminan, etc., es una asignatura pendiente en el proceso educativo de muchos de nuestros niños, jóvenes y no tan jóvenes conciudadanos.
Es curioso ver cómo los países más desarrollados mantienen envidiables niveles de convivencia urbana. Esta aseveración la podemos constatar en el modo como actuamos nosotros mismos o nuestros compatriotas cuando por turismo o trabajo viajamos a unas de esas ciudades desarrolladas y civilizadas, en las que dejamos tras de la frontera nuestras actuaciones majaderas, tercermundistas, insolidarias, prepotentes y egoístas, al caminar por la acera, cruzar la calle, cumplir escrupulosamente las especificaciones del reglamento de tránsito, al no tirar basura en la vía pública o al cuidar el decoro al abordar un medio público de transporte.
En tales países del primer mundo el transporte público es plenamente utilizable por cualquier tipo de persona sin importar su status económico, social o cultural, e incluso es preferible su uso aun cuando se disponga de vehículo propio, en virtud de la limpieza, estricta puntualidad y buen manejo con el que se conducen, en cualquier estación del año, cualquier día de la semana y a cualquier hora.
Esta maravilla de precisión, limpieza, urbanidad, es hasta económica si comparamos las no tan baratas tarifas del transporte urbano con lo que costaría una hora de estacionamiento. El espacio público es de todos, en contra de lo que pensamos quienes mantenemos actitudes de incultura, falta de instrucción, o exceso de egoísmo: lo que es público no es de nadie y por ello puedo hacer lo que me venga en gana.