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MÉXICO, DF.- A punto de casarse con el amor de su vida, el príncipe Carlos se muestra alegre, cosa rara en él. De carácter reservado, se sabe poco de sus gustos y actividades.
Con cierta exageración podría decirse que el heredero de la corona británica ha esperado 57 años para disfrutar plenamente de la vida, ahora que la casa real ha permitido su matrimonio con Camilla Parker Bowles.
Demasiado serio, alejado por determinación propia de los placeres mundanos para refugiarse en la caza, las caminatas por el campo, la lectura y la música clásica, en su país se le critican, entre otros rasgos, su falta de carisma, sus chistes tontos y el haber repudiado a una hermosa y fascinante mujer, para refugiarse en el cariño de una señora entonces casada, de aspecto poco atractivo.
Todos conocen los pormenores de la vida de Diana, la malograda princesa; en cambio, poco se sabe del primogénito de la reina Isabel II de Inglaterra.
Su historia comenzó el 14 de noviembre de 1948, cuando vino al mundo en el palacio de Buckingham, que se alza entre el centro de Londres y los parques de St. James y Green Park.
El primer hijo de la entonces princesa Isabel (de 22 años) y de su esposo y primo lejano, Felipe Mountbatten, duque de Edimburgo (de 27 y nacido en Corfú, Grecia), no tuvo en su niñez demasiado contacto con sus padres. Compartía un cuarto con una niñera y a partir de los tres años, era despertado temprano y vestido, para ir a visitar a sus padres a las nueve de la mañana.
Isabel era una madre fría, distante, poco dada a los juegos o mimos con su retoño. En 1952, cuando Carlos tenía cuatro años, falleció su abuelo el rey Jorge VI e Isabel se convirtió en la soberana de Gran Bretaña.
Automáticamente el niño pasó a ser el príncipe heredero y recayeron sobre él media docena de títulos nobiliarios. El principito asistió, el dos de junio del 52, a su primera ceremonia solemne: la coronación de su progenitora en la abadía de Westminster. Se ubicó entre la reina madre, su abuela, y su tía, la princesa Margarita. Después, apareció en el balcón del palacio de Buckingham con el resto de la familia real.
El hecho de tener una mamá tan importante empeoró para el niño su relación familiar, porque entonces Isabel II dedicaba su tiempo a las tareas de su rango. (La princesa Diana fue la primera madre de Windsor que se ocupó de sus hijos. Incluso se negó a dejar a William con su nana cuando viajó a Australia).
De temperamento sensible, depresivo, inclinado al arte y algo enfermizo, Carlos fue educado para ocultar sus emociones en público y creció con la rígida formalidad que se espera de la realeza. Cuando su madre regresaba a casa de alguno de los largos y frecuentes viajes que emprendía, lo saludaba de mano en vez de abrazarlo.
Su padre tampoco se ocupó mucho de él. Quizá por eso, Carlos se refugió en su abuela, la reina madre, quien le prodigó el cariño que le hacía falta.
El príncipe Carlos fue el nieto consentido. En la reina madre encontró el cariño que su progenitora no le daba debido a sus obligaciones como monarca (en contraste, Carlos es un padre afectuoso con sus hijos y se ha ganado la confianza de éstos). De niño se divertía en privado haciendo bromas pesadas al personal del palacio, como deslizar un cubo de hielo por el cuello de un cocinero.
El nacimiento de sus hermanos Ana, Andrés y Eduardo no modificó la vida del heredero. Los cuatro crecieron a cargo de dos nanas: Helen Lightbody y Mabel Anderson. Una de ellas fue despedida por permisiva.
Poco después de su quinto cumpleaños, el príncipe Carlos conoció a la que sería su inseparable institutriz, Catherine Peebles. Y en 1955 comenzó a asistir al colegio, en este caso al Hill House. Fue, por cierto, el primer miembro de la familia real de su país que fue a una escuela “normal”, aunque exclusiva para jóvenes de la clase alta de Inglaterra. Hasta entonces, los príncipes y princesas eran educados en su palacio por un tutor.
En 1957 fue enviado como interno al Cheam School, en Yorkshire, donde sufría mucho porque extrañaba su hogar. En tanto, su padre se mostraba disgustado por la casi nula capacidad del niño para los deportes y por su carácter, que él consideraba débil, en contraste con el de su hermana, Ana, a la que reconocía más fortaleza y enjundia.
Por eso, en 1962, ya con 14 años de edad, Carlos fue inscrito en Gordonstoun School, una rigurosa escuela de Escocia, dedicada a crear personalidades fuertes basadas en el trabajo duro y la disciplina física. Los alumnos se bañaban con agua fría. En sus tiempos de colegial, fue objeto de pesadas bromas por sus larguísimas orejas, uno de los rasgos distintivos de su físico y de las cuales se avergonzaba. Por ello se acentuó su gusto por la soledad y desarrolló entonces su pasión por el campo y la naturaleza. Ya adulto, le encantaba ir a pescar a Escocia en compañía de su abuela. Después de Gordonstoun, el príncipe asistió a la prestigiada escuela Timbertops, en Australia, de métodos más modernos y menos inhumanos.
Terminó su educación en el prestigiado Trinity College y asistió al University College de Gales, para aprender galés. Se especializó en historia y geografía. La preparación del hijo de la reina de Gran Bretaña incluyó también su paso por la Real Fuerza Aérea y por la Marina, en la que llegó a comandar su propio barco. En esa época, su gran amigo y confidente fue su primo Earl, el conde de Mountbatten, ya que hasta la fecha es incapaz de tener una conversación íntima con su padre.
Al dejar la Marina, en 1977 asumió las tareas de príncipe heredero, que ha continuado hasta la fecha. Entre sus intereses, además de la historia y la geografía, se cuentan la jardinería, la arquitectura, la literatura y las artes plásticas. Se le considera un buen pintor (cultiva, sobre todo, la acuarela) y ha presentado algunas exposiciones.
Ahora promueve la comida orgánica y aunque se expone al ridículo, admite que de vez en vez platica con las plantas que hay en su casa.
Se dice que a su regreso de la Marina, decepcionado porque Camilla Shand, el amor de su vida, había contraído matrimonio, el príncipe Carlos pasó de una novia a otra sin que ninguna de ellas colmara sus anhelos. Salió igual con chicas de sangre azul, que con modelos y hasta con una señora divorciada. Curiosamente, entre sus acompañantes efímeras se contó una hermana mayor de Lady Di.
Además, ninguna de ellas parecía ser candidata viable para convertirse en su esposa. La elegida debía ser de linaje impecable, protestante y virgen (si bien hay que precisar que en aras de la modernidad, la reina Isabel permitió que su hijo, el príncipe Andrés, se casara con Fergie, quien ya había vivido en unión libre).
Curiosamente, fue la propia Camilla quien lo ayudó a encontrar a la mujer idónea: lady Diana Spencer. El matrimonio fue celebrado en 1981. Poco antes, se había dado un presagio: un periodista les preguntó si estaban enamorados. Diana dijo de inmediato: “¡Por supuesto!”, mientras Carlos respondió con un evasivo: “Lo que se llama amor: ...”.
Se afirma que el príncipe y Camilla habían terminado su relación amorosa en los años 70 y que la reanudaron diez años después.
Carlos y Diana eran diametralmente opuestos, como lo indican ciertos detalles, así mínimos: mientras ella encontraba fascinante la agitada vida londinense, él prefería aislarse en la campiña, dedicado a pescar o a cabalgar; mientras ella quería salir a disfrutar de la vida nocturna, él encontraba más atrayente quedarse en casa a oír conciertos; mientras ella era una fanática de la música pop y el baile, él bailaba “por necesidad” en las fiestas oficiales.
Por lo demás, el mal carácter de Diana y sus cambiantes estados de ánimo terminaron por ahuyentar a los amigos de la pareja. En los años 80, cuando Carlos y Camilla reanudaron su amor, Lady Di habitaba el palacio de Kensington y el príncipe el de Highgrove.
Y en tanto la rutilante princesa Diana emprendía una alocada carrera existencial, los antiguos enamorados encontraban en su estable relación un refugio contra la infelicidad de sus respectivos matrimonios.
Carlos y Diana se divorciaron en 1996. Camilla había hecho lo mismo tiempo atrás.