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Despide el mundo al Papa

EL PAÍS

ROMA, ITALIA.- La Iglesia Católica no había celebrado nunca una misa de exequias tan imponente y multitudinaria. Los grandes del mundo y millones de peregrinos se congregaron en una mañana ventosa para despedir a Juan Pablo II, una figura de dimensiones históricas para la que cientos de miles de gargantas exigieron, en plena homilía, una inmediata canonización.

El funeral de Juan Pablo II sirvió de escenario para dos momentos históricos de Oriente Medio, un apretón de manos entre el presidente de Israel, Moshé Katzav y su colega sirio, Bashar al Assad y una breve conversación con su colega iraní, Mohamed Jatamí.

Las salvas de aplausos y los gritos de “santo, santo” fueron el contrapunto popular a una insólita reunión de dirigentes políticos en la plaza de San Pedro. La delegación española fue la más importante y representativa enviada nunca a un país extranjero. Estaban los reyes, Juan Carlos y Sofía; el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero; el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, y el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, acompañados por presidentes autonómicos y parlamentarios.

Los peregrinos, de los que unos 600 mil consiguieron puesto en la misma plaza de San Pedro o en las cercanías, ocuparon durante toda la jornada una ciudad volcada en las exequias y empezaron a irse por la tarde, en un éxodo masivo y pacífico. Roma, la vieja “capital del mundo”, habitualmente caótica, estuvo a la altura de una ocasión sin precedentes.

El funeral de Juan Pablo II fue todo lo que se esperaba, y más. El viento, que agitaba el rojo de las vestiduras cardenalicias, contribuyó al dramatismo de la ceremonia cerrando los Evangelios depositados sobre el ataúd como si cerrara una vida. El cardenal decano, Joseph Ratzinger, viejo amigo de Karol Wojtyla, recordó en la homilía la última bendición urbi et orbi del Papa “marcado por el sufrimiento” en el Domingo de Resurrección del 27 de marzo y dijo que se había entregado “hasta el fin”. El acto fue seguido en otros puntos de Roma a través de 27 pantallas gigantes instaladas por el Ayuntamiento romano.

La ceremonia comenzó de forma privada en el interior de la Basílica. El cardenal Camarlengo, el español Eduardo Martínez Somalo, celebró el rito del cierre del ataúd, una caja sencilla de ciprés, y el arzobispo Piero Marini, maestro de Celebraciones Litúrgicas, leyó el rogito (una breve biografía del difunto) y la depositó junto al cuerpo. En el interior de la caja fueron colocadas la mitra y una bolsa de 26 medallas, una por año, acuñadas durante el Pontificado de Wojtyla. El secretario del Pontífice, monseñor Stanislaw Dziwisz, cubrió el cadáver con un lienzo blanco.

Para entonces habían ocupado sus puestos en la plaza de San Pedro una decena de reyes, 57 jefes de Estado, tres príncipes herederos, 17 jefes de Gobierno y tres secretarios de organizaciones internacionales, entre otros representantes políticos. El Vaticano expresó después su “satisfacción” por la cordialidad, o al menos la cortesía, con que habían convivido en la ceremonia estadistas que, en casos como el estadounidense y el iraní, o el israelí y el sirio, no tenían costumbre de frecuentarse.

La salida del ataúd, seguido en procesión por 140 cardenales vestidos de rojo para ser depositado sobre una alfombra roja (era el color dominante por simbolizar el luto pontificio), fue saludada con la primera salva de aplausos. El decano del Colegio Cardenalicio, Joseph Ratzinger, uno de los pocos que no fue nombrado por Juan Pablo II sino por Pablo VI, leyó en italiano una homilía que rememoró la biografía del Papa difunto: el joven estudiante que amaba el teatro, el “obrero amenazado por el terror nazi”, el seminarista clandestino, el sacerdote, el profesor, el obispo y “el Papa que buscó el encuentro con todos”. “Nuestro Papa, todos lo sabemos, no quiso nunca salvar su propia vida, tenerla para sí; quiso entregarse sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros”, dijo Ratzinger.

El entierro fue, como el cierre de la caja, un acto privado, sin cámaras ni multitudes. El ataúd, marcado con el emblema del Pontificado de Juan Pablo II (una cruz y la M de María), fue sellado con cintas rojas, colocado en otra caja de zinc y depositado en “la tierra desnuda” que pedía el testamento. A la tierra vaticana se añadió un puñado de tierra de Wadowice, la localidad natal de Karol Wojtyla, traída a Roma por una delegación de conciudadanos.

La tumba fue cubierta con una lápida de mármol blanco de Carrara, de la misma cantera que produjo el bloque con que Miguel Ángel esculpió el “David”. Sobre el mármol, una cruz de madera y una placa de bronce con el nombre y los años de nacimiento y muerte. El Vaticano decidió cerrar la cripta por algún tiempo, para evitar que cientos de miles de peregrinos permanecieran en Roma a la espera de visitar la tumba. Fue el primer día de Novendiales, las nueve jornadas de luto. Después, el cónclave y un nuevo Papa.

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