Entiendo que hasta hace bien poco los machos cazaban y guerreaban en grupo mientras las hembras en solitario, cuidábamos a la cría y colectábamos el alimento. Observando los ciclos de la naturaleza aprendimos a sembrar y a cosechar. Hilamos, decoramos artísticamente las vasijas y descubrimos las virtudes curativas de las hiervas.
Asustados del poder que este conocimiento nos confería, los machos nos llamaron brujas y nos asaron en leña verde. Para acallar sus miedos, todo macho negará o rebajará siempre la inteligencia femenina.
“Los más grandes espíritus de la humanidad, paganos y cristianos, han perfeccionado todos ellos, con sutiles retoques y ajustes, la máquina que sirve para reducir a las mujeres a su más simple y mínima expresión” escribe Jean Le Moyne. Y añade que “se precisa un notable esfuerzo crítico para darse cuenta de la universalidad y minuciosidad de la inconsciente conspiración masculina”.
Mientras el recurso del macho ha sido la fuerza, los recursos femeninos han sido la observación y la reflexión, actividades ambas que aún hoy amenazan a los machos que por las circunstancias que sean, no han podido dar el paso moral que separa al primate del hombre. Entiendo que nos pegan porque pueden, porque en general son más fuertes y menos inteligentes, porque nos tienen miedo, porque desconocen otras formas de expresión y porque durante mucho tiempo les prohibimos llorar. Nos pegan porque vieron a sus padres pegar a sus madres; y porque son unos pobres diablos y ellos lo saben.
En una compilación de datos internacionalmente reconocidos que ofrece el Inmujeres, se señala que en todos los lugares del mundo y en algún momento de sus vidas, cuando menos una de cada tres mujeres ha sido golpeada. En México casi 25 millones de mujeres padecen algún tipo de violencia. En Estados Unidos cada cuatro minutos una mujer es víctima de violencia. En Suecia -tan civilizados ellos- una mujer muere cada diez días a manos de algún primate. Entiendo que nos pegan por muchas sinrazones, pero también que lo hacen porque saben que aguantamos. Y eso si que no lo entiendo. Entiendo que por sorpresa nos propinen una primera golpiza, pero la que se espera a la segunda, merece “tizones en el trasero” según Jesusa Palancares, la entrañable personaja de la novela “Hasta No verte Jesús Mío” de Elena Poniatowska.
Sé que el asunto es mucho más complejo, pero para empezar, no estaría mal que las mujeres entendiéramos al fin, que nadie -marido, padre, hermano, o amante- tiene derecho a golpearnos.
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