¿A dónde van? ¿Qué es de ellos? Los muertos, la muerte, el eterno misterio como bofetada para recordar nuestra pequeñez. Es tan agobiante y hondo ese gran misterio que la mente pareciera paralizarse: mejor no pensar en los hechos. Por qué no tomar cualquier otro tema, regresar a las cuitas nacionales, a las especulaciones sobre 2006. Imposible, sería ceder a lo incómodo, evadir la tragedia, evadirse frente al único hecho inexorable que une o debería unir a los seres humanos. La frialdad en esto es la muerte del alma propia. La insensibilidad frente a la muerte es desprecio por la vida. Como dijera Unamuno hay momentos en que debemos pensar con una parte del cuerpo que no es el cerebro.
Un muerto es una tragedia, mil muertos son estadística, dice la conocida expresión que delata la común fuga mental. Mil muertos son mil tragedias y más aún. La dispersión en el espacio, no coincidir en un mismo tiempo hace que olvidemos la fragilidad humana. El 26 de diciembre no hubo ni proceso ni evolución, como en las hambrunas. Ciento cincuenta mil muertos de un golpe son ya el más terrible registro moderno del horror. Paradojas del destino, sólo un acto humano le es comparable: Hiroshima. Es cuestión de proporciones; los terremotos en Turquía, las inundaciones de lodo en Colombia, los alrededor de 20 mil muertos de aquí y allá, -los ¿diez mil? de la Ciudad de México en 1985- todo se empequeñece frente a las olas descomunales del sur de Asia. El resto de las noticias puede esperar, debe esperar para que la conciencia no se evada. Huir de la vida -con todos sus horrores incluidos- jamás nos hará mejores seres humanos.
A decir de Elías Canetti uno de los diálogos centrales del ser humano es el que se mantiene entre la masa de los vivos y la de los muertos. Niños, ancianos, mujeres y por supuesto varones, la gran ola interrumpió, arrasó, arrancó. No hubo punto final de la novela que es una vida. Tampoco encaja la idea de la muerte como rescate del sufrimiento terrenal. Menos aún la pretensión de gloria. Ultrajados, semidesnudos, deformes, el mar los fue vomitando poco a poco. Las tragedias no encuentran explicación: simplemente son. Cuando se muere por un deber los argumentos encuentran una razón que alude a valores. Cuando se muere por un error, por negligencia, la furia se descarga sobre otro ser humano, el responsable. Cuando la muerte deja caer como resultado de una fuerza sobrehumana, simplemente no sabemos hacia dónde mirar. Todo quedó a medias y sin embargo el diálogo debe seguir.
Los creyentes no debieran pedir explicaciones. Las divinidades siempre han sido crueles. No debieran pedirlas pero las piden. ¿Por qué llevarse a los niños que jugaban, por qué a las madres que dejan huérfanos, viudos, por qué tanta crueldad? Los dioses permanecen en silencio y nos dejan buscando las respuestas que sólo pueden provenir de la fe o la razón. Los no creyentes no tenemos más asideros que la propia acción humana: cuatro horas en teoría son suficientes para prevenir, para evacuar, para poner a salvo y salvar vidas. Los que creen en esa forma de razonar, científica, viven peleados con los dioses como lo explicara Berstein en su famoso libro Against The Gods. Siempre habrá una forma de tratar de contener la furia de la naturaleza: edificios más resistentes, barcos más poderosos, cortinas insalvables, alarmas, qué sé yo. ¿Por qué las alarmas callaron en Tailandia? ¿Quiénes son los responsables? Caer en la fácil aceptación de la tragedia inevitable es castrar las potencialidades humanas.
Muchas batallas se ganan y con ellas la ciencia demuestra que puede enmendarle la plana a los designios divinos, a las fatalidades. En eso podemos creer y confiar. Las pandemias de hace mil años hoy son impensables, la esperanza de vida de hoy es una afrenta a la común, generalizada y aceptada muerte de jóvenes de no hace mucho. Las islas del archipiélago japonés son habitables hoy en edificios gracias a las nuevas técnicas de construcción y los nuevos materiales. Los científicos son, por principio, herejes, rebeldes contra los designios divinos. En la era de las comunicaciones instantáneas las cuatro horas desde el maremoto hasta la visita de la muerte en forma de olas son ahora el espacio a explorar. Mucho se puede avanzar en técnica y en organización humana para salir de las terribles garras de la ola mortal. Difícil pensar en un mundo sin maremotos; nada imposible imaginar mejores sistemas de alarma y previsión.
Pero quizá el maremoto de diciembre de 2004 pueda ser una necesaria sacudida. Se trata de un terrible recordatorio de la irresponsabilidad con la que los humanos nos manejamos en el globo. Basta recordar la pasmosa parsimonia por no hablar de la franca abulia internacional que reciben como respuesta asuntos como el calentamiento global o la capa rota de ozono. Las advertencias científicas allí están. La disminución acelerada de los glaciares, el aumento lento pero incontenible de los mares. La amenaza es clara. El Niño y la Niña con sus tempestades crecientes en furia arrastran cada año a la muerte a miles de seres humanos. Vemos las fotos en los periódicos, los noticiarios transmiten las escenas del horror pero, hasta ahora nada ha sido suficiente para conmover y convencer al Gobierno de Estados Unidos -principal emisor mundial de gases de efecto invernadero con 36 por ciento del conjunto de los industrializados- de ratificar el protocolo de Kyoto. En octubre pasado la Duma salvó ese instrumento medioambiental, el principal con el que cuenta la humanidad. Pero sin la participación de EU -consumidor de un 35 por ciento del total de combustibles fósiles- el protocolo va cojo. El Gobierno de Bush negó los resultados de un estudio paralelo y por lo tanto no participa en el esfuerzo global. Por lo visto ni el 11 de septiembre fue suficiente para convencer de que la globalidad va en serio.
Lentamente las escenas irán desapareciendo de los televisores. Los dos mil millones de dólares recolectados entre las naciones para auxilio en la zona son quizá la única buena noticia. Apoyados en ellos veremos barcos, helicópteros, aviones atendiendo a esos brazos reclamantes, a esos desesperados. En semanas el asunto será de plana interior, las noticias se entierran unas a otras, la vida sigue. Muy rápido muchos habrán olvidado la cifra: por lo pronto 150 mil muertos. Nunca sabremos sus nombres, nada sabremos de sus vidas. Todo ello mientras nosotros continuamos con las nuestras. Y sin embargo esa ola debe sacudirnos a todos. No fue la primera ni será la última. La colocación en el globo no es garantía de nada. Nadie está a salvo: rico o pobre, trabajando o de vacaciones. Que la memoria de los desaparecidos sirva para recordarnos que todos vamos en el mismo barco. Que el diálogo continúe.