La inmensa tragedia que provocaron el sismo y el subsiguiente maremoto en el continente asiático, debe obligarnos a una reflexión amplia y profunda.
Nos duele mucho que esta catástrofe natural haya provocado la muerte de más de 150 mil personas y cientos de miles de heridos y desplazados, cifras verdaderamente negras que lamentablemente podrían acrecentarse, tanto por el hallazgo de más cadáveres como por las epidemias que generen las condiciones prevalecientes de insalubridad, contaminación ambiental y cuerpos putrefactos. Pero más allá de este gran luto, es evidente que antes, durante y después de estos terribles sucesos se registraron y pueden registrarse una serie de condiciones y variables que ahora más que nunca debemos tomar en cuenta.
Aunque nadie pudo imaginar la capacidad destructiva de este fenómeno natural antes de que ocurriera, es evidente que en el pasado se han presentado casos similares (aunque no de tal magnitud) en distintas regiones del planeta. Las autoridades de todas las naciones, especialmente las que limitan con el mar, debieran tener muy presente esta circunstancia e incrementar sus conocimientos y capacidad de predicción y control.
Por lo que toca al actual desastre en varias naciones asiáticas, aun cuando ha llegado ayuda pronta y generosa de organismos internacionales y buen número de naciones, ésta no se ha podido encauzar y aprovechar de la mejor manera, prevaleciendo hasta ahora el caos y la anarquía. En testimonios de muchos periodistas y escenas de los hechos en cadenas internacionales y nacionales de televisión, hemos atestiguado los innumerables casos de hambre, abandono, aislamiento e impotencia de gran cantidad de sobrevivientes.
Y respecto al futuro, en plena globalización es urgente e indispensable que los organismos y países actúen eficazmente, estableciendo un modelo preventivo para tal tipo de desastres, de manera que se proteja más y mejor a las poblaciones que puedan resultar afectadas y, en la medida de lo posible, la infraestructura y el patrimonio materiales, ya que también las economías resienten gravemente los daños, sobre todo en países en desarrollo o con altos índices de pobreza.
No soy ecologista ni poseo el cúmulo de conocimientos necesario para asumir opiniones doctas en la materia, pero sí sentido común, como cualquier ciudadana que cree, piensa e intuye que en alguna medida la mano del hombre ha incidido en estos desarreglos del planeta. Tan es así que mucho han afectado y afectan las pruebas nucleares, los químicos que se tiran en ríos y mares, la tala criminal de árboles en todo el mundo, los ecocidios y otros tantos latrocinios por obra u omisión que han alterado la armonía de la tierra, sus estaciones, climas y recursos naturales, sean renovables o no.
¡Y vaya que en México debemos estar alertas y contar con un plan de protección civil en nuestros litorales y comunidades aledañas! Por ejemplo, en las costas de Guerrero con cierta frecuencia se registran sismos de diversas magnitudes, cuyas ondas alcanzan otras ciudades, incluyendo la propia capital. Incluso se ha llegado a hablar insistentemente de que en los próximos años se espera un reacomodo de las placas tectónicas en las profundidades del mar, capaz de generar un terremoto nunca antes visto en nuestro territorio.
Qué bien que ayudemos y actuemos en favor de los países caídos en desgracia, tanto con nuestras oraciones como con ayuda humana y material; pero a la vez es preciso ir más allá y prepararnos lo más posible en los aspectos tecnológico, financiero y organizativo, para estas convulsiones de la naturaleza que son y serán inevitables, así como garantizar preventivamente la vida de quienes se vean afectados en tiempos futuros.
Y aunque haya décadas perdidas y negligencias imperdonables en nuestra historia contemporánea, todavía es hora de hacer todo lo mucho que falta.
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