Entre las grandes carencias y rezagos de nuestro país está la pobreza, que sin duda debería ser la prioridad número uno del Gobierno, aunque la administración actual -al igual que las tres anteriores- no ha comprendido la urgencia de atenderla e invertir en su solución todos los recursos necesarios y posibles.
Más aún, la situación se agrava, porque la pobreza trae aparejados otros males como desnutrición, enfermedad, ignorancia, desempleo y muerte. Y el escenario se vuelve aterrador cuando estos factores se vinculan con la población infantil marginada, especialmente en el caso de los niños indígenas.
Por fortuna existen agrupaciones y personajes realmente heroicos que han desarrollado una apasionada tarea en favor de los desvalidos. Tal es el caso de la actriz Ofelia Medina, quien presta un gran servicio a la sociedad atendiendo estos fatídicos saldos, tan similares o peores que la imagen fantasmal de los Jinetes del Apocalipsis.
En esta ocasión quiero y debo referirme al Fideicomiso para la Salud de los Niños Indígenas de México, A.C., una noble y maravillosa institución. Esta asociación civil se orienta centralmente, como dicen sus objetivos, a abatir la mortalidad materno infantil en las comunidades donde trabaja, pues se considera que éste es el primer paso indispensable para iniciar el desarrollo social.
Los diagnósticos del Fideicomiso nos lo dicen todo: México es un país rico en recursos naturales, pero al mismo tiempo existen municipios con graves condiciones de marginación y pobreza. De los 2,428 municipios con que cuenta el país, 20 por ciento padece condiciones de muy alta marginalidad. Esto se traduce en inexistencia de servicios públicos y vías de comunicación, carencia de agua, salud, saneamiento y educación, así como falta de créditos para proyectos de desarrollo económico y cultural, entre muchas otras carencias.
La niñez indígena, como grupo vulnerado, resiente de manera mucho más dramática la pobreza, ya que ésta pone en peligro sus derechos, su crecimiento y su futuro. Las tasas de mortalidad son mayores conforme aumenta la proporción de población indígena; según datos oficiales, la tasa nacional promedio es de 28.2/1 000, pero en los grupos indígenas es de 48.3/1 000 y se concentra sobre todo en el grupo de uno a cinco años de edad.
La salud, considerada como indicador de bienestar, es uno de los reflejos más claros de la miseria en que viven los pueblos indios: falta de agua potable, hacinamiento, manejo deficiente de excretas, vivienda inadecuada, carencia de vías de comunicación, pobre acceso a servicios institucionales de salud, etcétera.
La región de la Montaña, en Guerrero, es una de las zonas más pobres del país. La marginación, la discriminación, la exclusión y el olvido que sufren los pueblos indígenas son formas tan acendradas de autoritarismo que se les niega el derecho a vivir con dignidad y a tener un acceso efectivo a la justicia.
De los 17 municipios de la Montaña, 11 son catalogados como de muy alta marginación y uno de éstos, Metlatónoc, como el más pobre de todo el país. El derecho a la alimentación es casi nulo, pues las familias viven sólo con una dieta de maíz, chile, frijol y sal. La mayoría de sus habitantes tienen que trabajar como peones, jornaleros agrícolas o subempleados de comerciantes, siendo los más indefensos y los que de manera sistemática son objeto de vejaciones, agresiones físicas, racismo y discriminación.
La vida de los pueblos indígenas de la Montaña está marcada por la marginación, la represión, la falta de acceso a la justicia y los conflictos políticos y agrarios. Este caso es tan sólo un cruel y dramático ejemplo de nuestro México.
Por ello, lo menos que podemos hacer es ayudar al citado Fideicomiso, y lo más -que también es posible- comprometernos a cambiar el país para que nunca más muera un niño por hambre ni su vida se trunque sin alcanzar las oportunidades que tiene cualquier otro, sea de donde sea y viva donde viva.
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