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Divagaciones de la manzana/¡Qué dolor!

Martha Chapa

El horror regresa nuevamente con la memoria dolida 60 años después del estallido de la bomba atómica en Hiroshima, que dejó la marca del vacío y la nada. A pesar de las décadas transcurridas, aún prevalece en la mente de todos -y continuará imborrable- ese hecho que no puede describirse con palabras, por más que digamos que se trató de un acto criminal, deshumanizado y de espeluznante demencia.

Claro que las potencias en sus afanes imperialistas han querido justificar sus incalificables decisiones, llámese la Roma antigua, el holocausto hitleriano o la hecatombe en tierras japonesas. Así, en este último caso no han faltado las explicaciones absurdas, como la del presidente estadounidense Harry Truman -el mismo que ordenó lanzar la bomba sobre tierras japonesas-, quien dijo que aquel artefacto, un arma desconocida en esa época, había sido el único recurso para poner fin a la II Guerra Mundial pues, según su locura bélica, de otra manera hubiera sido casi imposible la rendición del Ejército del oriente y hasta se habría prolongado más la guerra, con el sacrificio de muchas más vidas. Otra distorsión discursiva es la que aduce que se trató de una revancha por el sorpresivo ataque de las fuerzas japonesas a Pearl Harbor para destruir a la Armada estadounidense en diciembre de 1941. En fin, locura y más locura.

Conocemos esta tragedia no solamente debido a los cientos de miles de seres humanos que murieron, sino a través de otros tantos que sobrevivieron pero quedaron dañados y horrorizados para toda la vida, con alteraciones psicológicas, genéticas y físicas, que a su vez dejaron una espantosa cicatriz en el rostro de la humanidad entera.

El seis de agosto de 1945 cambió la faz de la Tierra. Estados Unidos detonaba una bomba que sería el inicio de la tétrica carrera nuclear, incontenible hasta nuestros días, cuando casi una decena de naciones posee armas de ese tipo, lo que pone en serio riesgo la supervivencia del planeta. Primero en Hiroshima y días después -justamente el nueve de agosto- en Nagasaki quedarían sobre ese suelo doliente miles y miles de cadáveres. Y no podía ser más sarcástica la mueca de la muerte al llamar a esa primera bomba Little Boy, como si fuera un símbolo de la infancia esperanzada del propio planeta.

Se dice que Hiroshima, con una población de 350 mil habitantes, perdió instantáneamente a 70 mil y en los siguientes cinco años a otros tantos, mientras en Nagasaki fallecieron cerca de 75 mil personas en el momento de la explosión nuclear y decenas de miles más durante los siguientes años. Se afirma que en total murieron cerca de 250 mil mujeres, hombres y niños debido a las dos bombas atómicas, pero en realidad no se sabe a ciencia cierta cuántas han sido las víctimas a largo plazo debido a enfermedades causadas por la radiación, pues las consecuencias de la exposición sobre los cuerpos de los sobrevivientes no fueron perceptibles de inmediato: debieron pasar días, meses y hasta años antes de que se manifestaran los síntomas del terrible daño. Una incalificable tragedia causada por la obsesión belicista de los hombres del poder.

Aunque las palabras se queden cortas es importante recordar los hechos porque sólo así estaremos previniendo de alguna manera la guerra y su degradación humana. Traer a la memoria la destrucción y el dolor que causaron las bombas atómicas en Japón hace 60 años nos permite alertar sobre los extremos devastadores a los que se puede llegar si no se pone límite ya a la carrera nuclear.

Pero además de rememorar hay que actuar. Es necesario, ciertamente, recordar los errores para no repetirlos, pero no se trata sólo de memorizar la desgracia y lamentar la decadencia. Siempre será mejor celebrar la vida, la concordia, una globalización armónica, y el compromiso de todos por la paz, el respeto, las libertades y la equidad.

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