El dato, por sí mismo, es elocuente: más de la mitad de los maestros de las escuelas primarias públicas del país no ha terminado la licenciatura, pese a que es un requisito desde 1984. Sin duda, la cifra habla mucho del sistema educativo mexicano e invita a la reflexión.
Se dice con frecuencia que la educación es la base de una nación, al menos desde la Grecia de los sofistas, de Sócrates y de Platón, esa idea se ha comprendido y generalizado. Resulta difícil imaginar hoy en día una sociedad que busque su desarrollo y progreso sin plantear como prioridad la creación de un modelo educativo funcional y capaz de brindar a sus miembros las herramientas suficientes para alcanzar sus objetivos individuales y colectivos.
La importante y delicada tarea de formar seres humanos implica forzosamente la creación de un corpus de conocimientos, previo análisis, que se suponen como básicos, necesarios y trascendentes para considerarlos dignos de ser transmitidos. Pero esa labor también exige la capacitación de otros individuos que serán los encargados de portar ese valioso acervo y llevarlo de la manera más eficaz a los sujetos que se pretenden educar.
Parece que en México, ambos requisitos no se cumplen. Ni existe una clara noción de lo que es menester enseñar y aprender, ni los maestros están lo suficientemente capacitados para guiar a los alumnos.
Lo más fácil es acusar a los profesores por su incapacidad para educar a los niños y jóvenes. Pero el problema es más complejo ya que es de estructura. Mientras no exista una visión clara de qué es lo que requiere la sociedad y el Estado en términos de aptitudes y capacidades de sus integrantes, y cómo deben ser éstos preparados, no habrá una verdadera política educativa y siempre se irá, como hoy, al garete.